Tras la cantinela de la tabla de multiplicar, de los renglones de caligrafía, de los dictados y los dibujos pervive el recuerdo de un maestro. El que nos enseñó a leer en la cartilla formando palabras con las sílabas: ‘to-ma-te, mi ma-má me mi-ma’. El que nos ayudó a descubrir los misterios de la naturaleza y despertó nuestra fantasía con sus relatos. El que nos llevaba de paseo las tardes de primavera o el que nos dirigió una palabra de ánimo en el momento de decaimiento, palabra de aliento o gesto cariñoso que valen más que mil reprimendas.
‘Ese es mi maestro’, decíamos, porque con él pasábamos la jornada lectiva completa. A veces más tiempo que con los padres. Nos impartía todas las materias desde matemáticas hasta trabajos manuales. Como en todas las profesiones los hay mejores y menos buenos, pero como en ninguna el objetivo es tan trascendente: enseñar y formar a los niños. ¡Qué gran poder nos confió la sociedad!
El patrón, san José de Calasanz, fue nombrado como tal por Pío XII en 1948. Sacerdote y pedagogo, fundador de las Escuelas Pías en el siglo XVII.
Hace pocos años decidieron unificar en el día del docente al patrón de los maestros y al de los profesores de enseñanzas medias, alternando celebración por turno en noviembre o enero.
Cuando yo empezaba a ejercer me contaban compañeros mayores incidencias y anécdotas que les sucedieron cuando llegaban a los pueblos a los que habían sido destinados. Entonces el ámbito geográfico para ejercer la profesión era nacional, no existían las autonomías por lo que, sobre todo en los primeros destinos, podía corresponder cualquier lugar pintoresco, de gente acogedora, pero alejado de las vías de comunicación más transitadas. La toma de posesión, la presentación de credenciales y respetos al alcalde, al cura y al director del centro.
Los medios de transporte eran escasos, las carreteras malas y los enlaces descoordinados. Hasta en barca había una ruta en nuestra Siberia extremeña para ir de Bohonal a Helechosa de los Montes. Se necesitaba autorización específica de la Delegación de Educación para poder residir en una localidad distinta a aquella en la que se ejercía. El sueldo apenas cubría la subsistencia, para ir tirando y alguna frugal colación. Residían en pensiones donde la compañía de los dueños hacía más llevadera la estancia.
Muchas escuelas eran unitarias, con todos los niveles en un aula y los padres esperando a que acabaran pronto el aprendizaje de las cuatro reglas para incorporar a los hijos al mundo del trabajo.
La canción de Patxi Andión, ‘El maestro’, casi himno oficial del Magisterio, recoge muchos aspectos de aquellos tiempos pretéritos.
El pago más gratificante que recibe un maestro es el saludo de antiguos alumnos después de mucho tiempo manifestando que guardan un recuerdo agradable de los años de escuela. Yo conservo algunos de gestos espontáneos y entrañables de los niños, como dejarte en la mesa un caramelo o unas castañas de regalo.
Los tiempos cambian. Ahora hay un jubileo de profesores especialistas en cada clase, lo que debe redundar en una mejor formación, pero en el recuerdo siguen sonando los versos de Antonio Machado, plenos de evocaciones: “Una tarde parda y fría/de invierno. Los colegiales/ estudian. Monotonía/ de la lluvia tras los cristales”.