Con este libro aprendí que la música no se escribe sólo en pentagramas y que los sentimientos pueden guardarse eternamente convertidos en palabras.
Que se puede llorar escuchando recitar los poemas que contienen sus páginas.
Que las princesas también se ponen tristes, aunque se sienten en sillas de oro, que los claros clarines de los desfiles pueden oírse desde la distancia y sentir los cascos de los caballos que hieren la tierra con rítmico compás. Conocí al Piyayo, que la gente tomaba a chufla y a mí me causó un respeto imponente, repartiendo a sus nietecillos pan y pescao frito. Imaginé una España orgullosa y soberbia, libre de extraño yugo. Supe que Dios hace milagros en los caminos del campo con el solo acompañamiento del cantar de los grillos y las ranas, que a los olmos secos le salen hojas verdes, que las mozas casaderas no deben estar en las eras si no está el sol en el cielo, que puede morir la voluntad una noche de luna en que es muy hermoso no sentir ni querer. Sentí como propia la dignidad de los pobres cuando sólo les queda la cama con las sábanas aún calientes de la esposa muerta. Creí en Dios como testigo y lo vi jurar bajando un brazo de la cruz… Supe después que en este libro no estaban todos los buenos poetas que debían estar y que algunos de los estaban no eran los mejores, pero ya forma parte de mis primeras vivencias con la poesía y lo recuerdo como la referencia de mis mayores cuando los medios de difusión eran escasos y los libros eran tesoros de sentimientos.