Desnudos e indefensos

Cuando llegaban los primeros calores mi madre quitaba las enagüillas de la camilla. No me gustaba esa desnudez tan repentina.  Me producía la misma sensación que cuando alguien me desarropaba en las mañanas de invierno para espantar la tibia pereza del cuerpo entre las mantas.

Sin embargo, cuando llegaban las noches frescas de septiembre urgía a mi madre para que buscara el jersey en el ropero. Recibía gustosamente el abrazo del calorcito que aportaba. Hasta la mascarilla, que al principio me resultaba engorrosa, ha acabado convirtiéndose en una prenda que echo de menos cuando salgo de casa, como el sombrero o el bastón para quienes los usan, siempre a mano en la percha del zaguán.

Cubrirse la boca y la nariz, si se acompaña de gorra y gafas de sol, es disfrazarse sin estar de carnaval. Sirve para pasar desapercibido esos días en los que uno no tiene ganas de pararse a saludar a nadie y prefiere las callejas a las calles. Una de mis aspiraciones infantiles era hacerme invisible y poder estar entre la gente sin ser visto.

Traslado esas sensaciones a estos calurosos días y me cubro con la grata prenda que ofrecen los recuerdos. A la intemperie, desnudo de defensas, me carcomen la moral tantas noticias desagradables sobre guerras, inflación, espionaje, petróleo, gas, chantajes que llegan del norte y del sur. Hielan unos y queman otros. Y la brisa del Atlántico, que se suponía reparadora, es equívoca y tornadiza a conveniencia. Ayer, sombra de una marcha, hoy fuerza un giro para provecho propio y ridículo ajeno.

Por si fuera poco, en estos días de celo electoral por tierras del sur, truenan “las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna”. Por eso me marcho por el sendero apacible de los recuerdos, como Juan Ramón con Platero huyendo de la fiesta.

Estoy en la plaza de mi pueblo observando a los vencejos alrededor de la torre.

Encaje de bolillos, bordan con sus vuelos un paisaje de lianas cruzadas sobre la tela azul del cielo. La bulliciosa algarabía de sus trinos son los ribetes sonoros de este lienzo. Solo en tiempo de reproducción se posan en los mechinales para alimentar su descendencia. Por cama tienen el aire, blando lecho con sábanas de estrellas que acunan con guiños su sueño en la elevada cresta de la noche. 

Mañanas y tardes de verano. Por la bóveda celeste surcamos con nuestra fantasía infantil los mares, sin veleros, desde una tierra agreste de secano.

Siento volver de este refugio donde ya han cambiado muchas cosas. Cuando lo hago veo patitos seguidos de su numérica prole. Son los precios de los combustibles en el panel de una gasolinera. Póngame cuarto y mitad de esta pesadilla de verano que está a punto de eclosionar con las manos manchadas de sangre y el rostro rojo de vergüenza ajena.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.