Sentado sobre una piedra, en la linde del camino por el que regreso de uno de mis paseos por el campo, me encuentro con un vecino del pueblo. Es un otero despejado alrededor del que hay extensos olivares y parcelas labrantías. En los ribazos han florecido ya los primeros almendros de los que destacan sus colores blancos y rosas entre el verdor de la siembra y los olivos.
Dar solo los buenos días y pasar de largo sería descortesía. El tiempo es tema recurrente para iniciar cualquier conversación. Después, como la lluvia que baja por la ladera, la charla deriva a los temas más diversos e inesperados.
Este hombre pertenece a una de las generaciones que trabajó en las duras faenas de labranza y recolección. Es de aquellos que cantó Chamizo… “un hombre con agallas de los nuestros, d’esos hombres que dispiertan las gallinas cuando salen con los burros del cabresto”. Aró con yuntas, el cuerpo echado sobre la mancera del arado, hundió la reja en las entrañas de la besana a fuerza de brazos y riñones, trazó amelgas y sembró a voleo. Juntó gavillas a ritmo de brazadas cuando el sol calinoso también se cortaba con el arco de las hoces…
En el olivar que está enfrente cuatro trabajadores recolectan la aceituna de almazara. Usan sopladores para juntar las caídas en el suelo y vibradores y varas para las que aún se mantienen en el árbol, que caen sobre una especie de paraguas invertido. Entre esos cuatro cogen más aceitunas que antes una cuadrilla de veinte. Han mejorado las condiciones de trabajo. Ahora el terreno está prensado con rulos. ¡Qué diferencia cuando, rodilla en tierra, las cogíamos con las manos ateridas entre los surcos helados! Ahora los que están por los suelos son los precios. Treinta y tantos céntimos el kilo. El agricultor es quien menos beneficio recibe en los procesos de elaboración y comercialización de los productos del campo. Los de cuello blanco, me dice entre decepcionado y resignado, sin mancharse las manos, se embolsican la parte mayor de las ganancias. Siempre ha sido así. Un razonamiento simple, tal vez simplista, sin entrar en los vericuetos de la economía con gráficas y conceptos que no entiende, pero real.
Al despedirme me dice que espere, que él también se viene. Le cuesta trabajo levantarse y enderezar el cuerpo. Se apoya en el bastón y emprendemos el camino de regreso. Esto es lo que me quedó, dice agarrándose a la cintura. Aquí detrás está la falla tirando de mí hacia la tierra, de donde tan cerca estuvo siempre.
Camino del pueblo sigue la charla. Yo pregunto o asiento escuetamente. Los jornales estacionales por estas campiñas casi han desaparecido y las ‘casas grandes’, que entonces tenían veinte o treinta acomodados cada una entre gañanes, aperadores, yunteros, mayorales, pastores…los han reducido al mínimo. Ahora contratan servicios ajenos para ciertas labores. Lo otro ya no es rentable.
Llegamos a la esquina del ejido, en la entrada del pueblo. Está sola. En ocasiones suelen reunirse aquí los mayores por las mañanas después de una noche de temporal para comentar las incidencias de la lluvia y el viento. Según la posición de las nubes, allá, por el castillo de Reina y la sierra de la Capitana, hacen sus pronósticos meteorológicos para los días venideros.