Este mes de agosto está revuelto. Por un lado, los rebrotes de contagios que no cesan ni a cuarenta grados a la sombra y por otro el impacto producido por las noticias no muy claras todavía sobre el emérito rey. Porque una cosa es lo que nos cuentan y otra lo que sucede. En los partidos representados en el Parlamento hay variedad de interpretaciones y en la prensa y tertulias opiniones para todos los disgustos. Que si fuga, que si exilio voluntario o forzado.
Entre el respetable, unos destacan su gestión de la transición y otros ponen el acento en los presuntos fraudes económicos. Creo que hay que tener claras algunas realidades básicas que por evidentes se obvian y algunos, con sus ¡vivas! exaltados o sus gritos de ¡fuera!, olvidan o ignoran. O peor aún, tergiversan. Aquí van algunas.
La monarquía es un privilegio en contradicción con el principio de igualdad. Así es reconocido por todos los versados en Derecho Político.
Espere, espere usted, amable lector o lectora, antes de ondear al viento la bandera de sus viscerales convicciones y siga con la lectura, por favor.
Aun siendo un privilegio, los países pueden optar libre y democráticamente por esta forma política del estado, opción que si es mayoritaria los demás deben respetar.
Es el mismo derecho que ampara a quienes defienden la república y respetan la voluntad de la mayoría si no se admite. Pero nadie puede ser vilipendiado por manifestar estas o las otras opiniones.
La monarquía no es de derechas y la república no es de izquierdas. En su neutralidad radica su esencia. Bajo ambas formas de estado caben todas las ideologías.
La inviolabilidad del jefe del estado es un abuso de poder si no se limita a las funciones propias del cargo y se extiende a las actividades privadas que pudiera desarrollar. Incluso en el desempeño de las funciones públicas deberían exigirse responsabilidades si constara manifiesta negligencia, parcialidad, nepotismo o ilegalidad.
La justicia es igual para todos, con perdón. Y la obligatoriedad de contribuir a la hacienda pública también, aunque bien conocemos la picaresca y desvergüenza de los que pueden esquivarla.
Los gastos en educación, sanidad, infraestructuras y demás servicios públicos tenemos que sufragarlos todos con la parte proporcional de nuestros ingresos, seamos rojos, azules o coronados. O como el vino que tiene Asunción, que ni es blanco ni tinto ni tiene color. Quienes eluden esta obligación, que es el verdadero patriotismo, roban y perjudican al resto de sus conciudadanos.
España no pertenece en exclusiva a ningún grupo político, aunque algunos se crean depositarios y “amantes de sagradas tradiciones y de sagradas formas y maneras”. Pertenece a todos los que tienen su nacionalidad.
Mucho me temo que tras las encendidas e incendiarias soflamas que escuchamos y leemos estos días, lo que subyace son intereses por medrar, unos para agarrarse al asa de las prebendas y otros para no soltarla.
Si usted no piensa así manifiéstelo, que hablando se entiende la gente. Pero no utilice manidas consignas y estereotipadas frases y menos aún insultos que a los únicos que califican son a quienes los profieren.