Los libros son ventanas que dan a lo desconocido, a lugares y situaciones que los escritores elaboran con las palabras ordenadas en surcos en la besana del papel. Veintisiete letras que corresponden a veinticuatro fonemas. Millones de combinaciones, como en el ajedrez, que pueden ir de lo sublime a lo ridículo.
Podemos asistir a fiestas deslumbrantes en los salones de la aristocracia o estremecernos en los bajos fondos de las grandes urbes…
Curioseando en la pequeña biblioteca de la casa de mis padres, encontré el libro ‘Corazón’, de Edmundo De Amicis. En él se narran en forma de diario las impresiones de un niño y su relación con sus compañeros durante un curso escolar. Se desarrolla en los tiempos de la reunificación italiana con Víctor Manuel II, Humberto, Garibaldi y Cavour. Independientemente de la ideología subyacente y el tono moralizante, que yo entonces no captaba por mi corta edad, la lectura de algunas de sus historias me emocionó. Mensualmente el maestro les contaba un cuento, entre los que alcanzó fama universal ‘De los Apeninos a los Andes’, por su divulgación televisiva.
Siendo yo maestro, les leía a los alumnos, casi les dramatizaba, en aquellas tardes ‘pardas y frías de invierno’ otro de sus cuentos: ‘Sangre romañola’. No conseguí nunca en clase un silencio más unánime y una emoción más a flor de piel.
En otra ocasión por mi afán de leer supe que el autor estadounidense Louis Bromfield había escrito obras que estaban en el Índice de Libros Prohibidos por la Iglesia. El prefecto del Seminario descubrió escandalizado en mi cuarto su novela ‘La selva’. Un compañero, más preocupado de mi salvación que de la suya, le fue con el cuento. Yo no encontré nada condenable en esa novela, que narraba el paso de un adolescente a la madurez en medio de bellos paisajes campestres. Más me escandalizaban algunas escenas de la Biblia, como el adulterio de David con Betsabé deshaciéndose de Urías o el ofrecimiento en bandeja de Herodes a Salomé, tras la sensual danza del vientre, de la cabeza del Bautista.
Cuando leemos un libro vamos levantando la vida agazapada en sus páginas, como las alondras sorprendidas al amanecer en los surcos de la tierra, como las notas en las teclas del piano cuando las despiertan las manos del pianista.
Quien lee en papel deja huellas, como el caminante en la hierba con rocío. El que lee después puede encontrar entre sus páginas una flor disecada o un papelito amarillento que sirvió de marcapáginas, una anotación, una palabra subrayada… Mi padre siempre ponía la fecha en la que adquiría el libro y su firma al lado. Ayer, leyendo ‘Anecdotario, recuerdos y divagaciones de un periodista’, de Antonio Álvarez Solís, me encontré con una: 3/8/1951. No había cumplido yo ni un mes. Y mi imaginación voló hasta entonces. Eso no se encuentra en la lectura digital. Feliz Día del Libro.