En cuanto la primavera dilataba las horas de luz y comenzaban las ferias de los pueblos nos convertíamos en feriantes. Y no era el trabajo el que nos llevaba de ruta, sino las ganas de divertirnos. No había pueblo que celebrase sus fiestas en cincuenta kilómetros a la redonda que no estuviera en nuestra agenda. Empezábamos la temporada en Casas de Reina con las del Rayo, a principios de mayo, cuando la cruz se viste de flores, y rematábamos con la de Zafra, aunque esta para nosotros era más de peonzas y calderos que de verbenas. En medio, el santoral festero de vírgenes y santos recibía nuestras cumplidas visitas. Como los turroneros, sin puestos ni chambras, pero con el mismo espíritu viajero. Éramos casi siempre los mismos los que nos encontrábamos en cada una de ellas procedentes de distintos pueblos. Buscábamos pasarlo bien y si era posible, ligar, o mejor, pasarlo bien ligando. Entonces con dos o tres piezas de baile y un paseo por el ferial se daba por cumplido el objetivo. Y como en estos casos suele suceder, cada uno después contaba la feria según le había ido.
Conocíamos los nombres de las orquestas y a sus componentes, que se hicieron familiares al coincidir con ellos en distintos lugares. Bombines, Etéreos, Capitol, Neutralización… Había en algunos lugares bailes a los que se accedía previo pago, con entrada y portero, pero, en general, el núcleo alrededor del cual giraba todo, era la verbena.
La música en vivo tiene un encanto especial por directa y por cercana y más si suena en las hermosas plazas de nuestros pueblos. Escuchar una trompeta tocando ‘El silencio’ en la noche es como si se mecieran en la cuna del aire los bucles sonoros de sus notas, que caían después como suaves copos dormidos en sus ecos.
En una de estas festividades veraniegas un grupo de amigos emprendimos la marcha hacia el pueblo cercano. El dinero en el bolsillo, contado, sin hacer dispendios. La noche empezaba con un recorrido general para tomar tierra y conocer la distribución de las atracciones. Uno del grupo ligó y los otros nos dedicamos a recorrer bares en donde destacaban las tapas de guarrito. Cantamos, reímos, bebimos y comimos. Así transcurría la noche. En algunos lugares, el emparejado y nosotros coincidíamos. Al final de la velada nos reunimos para el regreso. Cambiamos impresiones sobre cómo le había ido a cada uno. Nosotros envidiábamos la suerte del ligón y él- ¡vaya sorpresa para todos! – nos comentó que hubiese deseado estar con nosotros compartiendo la francachela que nos habíamos montado.
Años después le escuché decir a un señor de holgada posición económica y profesión bien remunerada que miraba pensativo a través de los cristales de un bar el paso de un arriero por la calle: “Para este es la vida. Ahora deja su mula en el establo, aparca el carro y se desentiende de todo hasta el lunes, sin nadie que le interrumpa su descanso. ¡Cómo lo envidio!”.
Lo que pensara el arriero, que miró de soslayo a la puerta del local, si lo hubiese escuchado, no lo sé, pero podría suponerlo. O quizás me equivocara y, como Atahualpa Yupanqui, era feliz oyendo chirriar los ejes de su carreta por caminos solitarios. ¡Cualquiera nos entiende!