Los bares son lugares para la relación social. En ellos conocemos a gente, nos enteramos de las novedades que ocurren en el pueblo o en el barrio, echamos la partida, leemos la prensa y comentamos las últimas noticias. Cuando las llaves de las copas abren las puertas de los sentimientos hacemos y nos hacen confidencias. También sirven para conocer la condición de las personas a poco que se sea observador, pues el dicho de que en la mesa y en el juego se conocen al caballero hallan aquí terreno abonado para ello.
Hay momentos para la pequeña picaresca, que si no llega a mayores es más por la falta de ocasión que por escrúpulos de conciencia. Un cliente con acreditada fama de roñoso, rebajaba el número de consumiciones que se había tomado cuando el tabernero le preguntaba que cuántas habían sido. Este, con el grado que da la veteranía, buscó la estrategia para evitarlo. Si decía tres, él replicaba que cinco, a lo que respondía que ni hablar, que eran cuatro, con lo cual pagaba lo que correspondía.
El que está detrás de la barra aprende, pero también lo hacen los veceros.
Se puso de moda durante un tiempo la venta de unas papeletas dobladas y cosidas con hilo. El proveedor entregaba al dueño del bar dos bolsas, en una iban las que contenían los premios y en la otra las vanas. Incluso se apreciaban tonalidades distintas en unas y otras. Así se las ponían a Felipe II en el billar y a los pícaros la tentación en bandeja. Las premiadas salían cuando el del bar creía conveniente. En un papel visiblemente expuesto estaban anotados los premios, el mayor de los cuales creo que era de quinientas pesetas y se cobraban en especie. Cuando aparecía uno debía tacharlo. Cierta noche llegó una cuadrilla que venía de ‘cordeleo’, haciendo el viacrucis de otros bares, caldeados por el vino y dispuestos los bolsillos para los dispendios. Observaron que los premios mayores aún no estaban borrados y la cantidad de papeletas que quedaban no eran excesivas. Así que hicieron cálculos por lo alto y se lanzaron al abarco. ¡Danos el resto!
Al dueño del negocio le cambió el semblante. Intentó convencerlos de que desistieran de su empeño, aconsejando que no arriesgaran porque no le saldrían las cuentas. Esto en lugar de quitarles las ganas las aumentó. Y también las sospechas. Descubierto el engaño, las excusas fueron que se le había olvidado tachar los premios y que seguramente fuera un forastero el agraciado. Desarmado el débil argumentario claudicó y mediante acuerdo resarció el gasto e invitó a más rondas. La picaresca sigue teniendo buena tierra de cultivo por las tierras de España.
Viejas anécdotas de bares que desaparecieron hace tiempo. Por el bien de los profesionales que viven de esta actividad y por el esparcimiento de quienes gustan frecuentarlos, deseamos que vuelva pronto la normalidad para disfrutarlos.