Corrales y golondrinas

Los corrales son más de escoba de ramas, de carros y aperos de labranza. Los patios, de azulejos y macetas. Los dos comparten cielo estrellado, con sus grises o azules y el tiralíneas del sol que traza sombras y solanas. Y la lluvia. ¡Cuánto gozo verla caer tras la ventana!  Las casas que disponen de ellos prolongan hasta allí la confianza de acceso que se otorga a ciertos vecinos: ¿Se puede? Hasta el corral.  Son trastienda y rebotica. Confidencias a media voz, porque las palabras, como los gatos, escalan las tapias. 

Pegado a un madero de la techumbre, donde guardamos cisco y carbón, hace su nido una pareja de golondrinas.  Elaborada artesanía con saliva, barro y paja que tiene forma de concha de bautizo.  Entran y salen por la oquedad de la ventana en una labor constante de acarreo y construcción. Le dejan al nido una abertura tan estrecha que nos enteramos que han nacido las crías cuando asoman sus cabezas con las bocas abiertas de par en par para recibir el alimento que les traen los padres. Vuelan como saetas sinuosas por las calles, cortando el aire y esquivando esquinas. A veces pasan casi rozándonos. Beben en la cantera del ejido y en los pilares de las fuentes. Sus picos son agujas que hilvanan el agua casi sin tocarla.  Los cables del tendido, su andén de despedida cuando llega el final de verano. Los niños cazamos con tirachinas. Los confeccionamos con tiras de gomas de cámaras, un palo con forma de horquilla y un trozo de cuero donde ponemos la piedra.  A ellas no les hacemos daño. Las respetamos porque sabemos que le quitaron las espinas al Señor en la cruz.  Sus migraciones al continente africano, según cuentan, son prodigiosas. No saltan vallas ni les ponen sobre sus gráciles cuerpos una manta de la Cruz Roja a la llegada. Alas de velero, al viento del Estrecho. Las más tunas, en las jarcias de los barcos, polizones sin peaje.

En la parte del corral que aún está de rollos nos lava mi madre todas las tardes. Aguamanil, palangana, estropajo, jabón verde y agua clara componen la intendencia básica para el ‘escamondeo’. Las rodillas y las manos, recogedores naturales de toda la suciedad que hay por los suelos, son las que reciben el mayor castigo, hasta sacarles el rubor de la vergüenza.  Nos quejamos durante todo el tiempo que dura el aseo. Yo, cuando más protesto es cuando me lava la cara porque no puedo abrir los ojos. Después, según toque, nos da una jícara de chocolate y un trozo de pan. O este, con aceite y azúcar, y salimos a la calle a jugar con los amigos.

 En un rincón del corral la parra extiende sus brazos retorcidos sobre los alambres con los primeros brotes. Cae la tarde y el sol amarillea en los resaltos de las casas y en la torre.

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