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Esta piedra de curvados bordes
tiene nubes disecadas de tormenta
en los musgos de su piel.
Dentro se enquistó
un relámpago de resplandores comprimidos.
Leves cauces de lluvia, sus arrugas.
Una herida de escarcha en el costado
vierte lágrimas de hielo
con el sol de invierno,
cuando, oblicuo y aterido,
la cubre de caricias ambarinas.
La eterna materia inanimada
no tiene que morir
para volver a ser de nuevo nada.