Comunicando

 

Los niños del mañana no sabrán, si no lo contamos, que hubo un tiempo en el que las personas se comunicaban por otros medios distintos a los teléfonos móviles. Aunque pudiera suceder que cuando llegue ese mañana ya existan otras formas de relacionarse que ahora parecen de ciencia ficción. Pronto nos identificarán los cajeros de los bancos por el iris de nuestros ojos, sin boleros que ensalcen su color.  Quizás un guiño, un pestañeo a teclas invisibles del aire lleven mensajes a su destino con la misma velocidad que la luz. O tal vez los pensamientos salgan de la mente y se dirijan por caminos nuevos a posarse en las de los destinatarios, cuando la telepatía descubra sus misterios y conozcamos los códigos de su funcionamiento. ¡Quién sabe!

Habrá que decirles a esos niños que antes se escribían cartas a mano que empezaban con una cruz y acababan con la firma y si había un olvido se les añadía una posdata, que era como la última recomendación que le da la madre al hijo antes de salir de casa. En las cartas se comunicaban las novedades, se declaraban amores y se enviaban besos y abrazos que salían de los trazos hasta el corazón de los destinatarios. Utilizaban muletillas para armar el mensaje por no mandarlo desnudo y desabrido. Eran como el envoltorio con lazos de presentación y despedida. Siempre con buenos deseos: ‘Espero que a la llegada de esta os encontréis bien, nosotros quedamos bien por la presente, a Dios gracias’. En el sobre había que poner ‘contiene fotografía’, si tal era el caso. Fotos que estaban dedicadas por detrás, casi siempre con un ‘recuerdo de vuestro tal que no os olvida’. Generalmente se las hacían de estudio, con el mejor vestido y arreglada compostura. Les ponían un marco y las colocaban sobre la mesita con paño de encaje al lado de la radio. Y el tiempo echaba el ancla para quedar detenido en los bordes amarillos del recuerdo. Habrá que decirles también que había sobres con ribetes negros en señal de luto, como aquellos brazaletes que se añadían a la chaqueta por encima del codo. Y otros con rayas azules y rojas, que eran como alitas para viajar en avión. Quienes más los utilizaban eran los emigrantes y sus familias. Decirles que había teléfonos con cable colocados sobre una mesa o sujetos a la pared, como los cabestros de la caballería a las argollas de las antiguas posadas. Y telegramas que eran radiografías del esqueleto de la comunicación.

Y en esto de suponer, pienso en las cabezas de los que nos precedieron, esas que ya no alzarán más su nuca del lecho donde yacen, pero que invocamos imaginando la sorpresa que se llevarían si así lo hicieran al comprobar el avance vertiginoso de la técnica y el cambio radical de las costumbres. Y los imagino paseando por la calle viendo venir de frente a personas que gesticulan y peroran aparentemente solas, que ríen sin que nadie al lado las escuche ni responda. Ignorarán que van hablando por unos auriculares conectados a un teléfono metido en un bolsillo, pero ellos se echarían a un lado, temiendo que algún aspaviento llegase hasta sus narices y pensarían, tal vez, cómo ha aumentado el número de chalados desde que abandonaron estos lares. 

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