Cuando yo era niño venían de Zafra los Doblas comprando oro por las casas de mi pueblo. Eran malos tiempos todavía y el oro una inversión segura para el futuro. Había pocos que pudieran comprarlo y muchos los que tuvieron necesidad de vender. Las familias no solo se desprendían del anillo o la pulsera, también se iban, vestidos de amarillo, jirones de sentimientos.
Entonces no había televisión y los dos o tres periódicos que llegaban al pueblo lo hacían con días de retraso a casas de algunas familias pudientes.
Las consecuencias de la mala situación económica no se avisaban ni se divulgaban en los medios de comunicación. Se manifestaban en remiendos y zurcidos y en la privación de gastos que no fuesen los estrictamente necesarios. No ponían octavillas en las puertas anunciando recogida de ropa usada para el lunes porque cuando se desechaba una prenda sólo servía para trapo del “sacuidor”.
Han vuelto los compradores de oro. Planean con vuelo sostenido, sus sombras se proyectan amenazantes sobre nuestras cabezas. Los políticos y financieros con el altavoz de los medios de difusión han conseguido meternos el miedo en el cuerpo. Por eso, como corderos, no respondemos a los golpes. Callamos y miramos a nuestro matarife con ojos enormemente abiertos, suplicando al menos clemencia en el sacrificio.