En los bares de entonces la variedad de bebidas no pasaba del vino y los refrescos. Menos frecuente la cerveza. Perico Chicote caía lejos, así que los combinados no se conocían, excepción hecha del carajillo, la palomita y el sol y sombra.
Los niños no entrábamos en las tascas, si no era para cambiar el casco de la botella de Casera por una llena, que nunca faltaba en casa. En los breves instantes que permanecíamos en el local observábamos y olíamos el ambiente de estos lugares llenos de voces y humos donde los hombres-porque las mujeres no entraban- bebían y discutían entre olor a sudor y orines, debido a la falta de agua corriente y a la ubicación de los servicios en el interior del local.
Pero los niños sí hacíamos combinados en aquel dilatado tiempo libre en que, a falta de los artilugios electrónicos actuales, pasábamos el tiempo con la pandilla en los rincones de la calle, a la sombra si era verano o en las tibias recachas si era invierno, jugando e imaginando un mundo a medida de nuestra fantasía.
El bebistrajo más simple consistía meter un pedazo de regaliz en un tubo y echarle agua. Con una espera no muy prolongada, aunque los más puestos en el tema recomendaban dejarlos una noche entera, teníamos el sucedáneo de la coca cola.
La otra combinación era algo más compleja y precisaba mesura y equilibrio en la adición de los ingredientes. La hacíamos en verano y lo considerábamos un refresco artesanal. Consistía en mezclar vinagre, agua y azúcar. Se le daba vueltas y para dentro…o para fuera si un exceso de vinagre nos descomponía el cuerpo.
A ninguno se nos ocurrió patentar estas mixturas que, quién sabe si con el tiempo, nos hubiesen hecho millonarios.