Pides un gin-tonic y te lo sirven, a elección, con lavanda, romero, palitos de canela, granos de pimienta, anís estrellado, tomillo, vainas de vainilla, manzanas, hierbas… Rematado todo con sombrilla en una copa de balón que puede servir perfectamente de pecera. Coctelería con arte e ingenio. Eso sí, con precios a prueba de cartera de mayoral, con dos vueltas de goma y cuero curtido de becerro. Pero es la moda y además molan.
La primera vez que un tabernero de mi pueblo escuchó la petición de un cliente forastero para que le pusieran un cubalibre buscó el buen hombre, amable y servicial, en el suelo por debajo de la barra, extrañado por tan peregrina petición.
Pues mire usted, había uno, pero la señora, que ha hecho hoy la limpieza, no sé dónde lo habrá puesto.
Entonces en los bares y tascas de las pequeñas poblaciones el surtido y la variedad de bebidas no pasaban de vinos, aguardientes, coñac y refrescos. Menos frecuente que ahora era la cerveza. Perico Chicote estaba en la capital haciendo combinados a gente de postín. Nos caía lejos y envuelto en el halo de lo mítico. Los combinados que se conocían eran el carajillo, la palomita y el sol y sombra. Se chateaba, en la única acepción que tenía entonces el vocablo, de mostrador en mostrador con los amigos o compartiendo botella en mesa.
Danos otra ronda o bebed que os llene, que os invita fulano. Las cuadrillas de amigos iban de bar en bar. En mi pueblo lo llamamos ir de ‘cordeleo’, imagen tomada de los pastores trashumantes, que iban de descansadero en descansadero por cañadas y cordeles. Los bares eran eso, lugares de descanso de la faena donde se aliviaban los gaznates, se cambiaban impresiones, a voces, eso sí, y se aliviaban y teñían los sinsabores con el tinto de la tierra.
Aún no habían llegado los combinados de vaso largo, pero los niños sí los elaborábamos en el tiempo libre que, a falta de artilugios electrónicos actuales, pasábamos con la pandilla en los rincones de la calle, a la sombra si era verano o en las tibias resolanas si era invierno. Jugábamos e imaginábamos un mundo a la medida de nuestra fantasía.
El bebistrajo más simple consistía en meter un trozo de regaliz en un bote y echarle agua. Conseguíamos así un sucedáneo de la Coca-Cola. De recipiente utilizábamos los de penicilina, lavados y enjugados. Tenían un ajustado tapón de goma y de esta forma evitábamos que se derramaran. Después de una espera no muy prolongada y convenientemente agitados los bebíamos.
Otro combinado era algo más complejo y precisaba mesura y equilibrio en la adición de los ingredientes. Lo elaborábamos como un refresco artesanal. Consistía en mezclar vinagre, agua y azúcar. Se le daba vueltas y para adentro…o para afuera si un exceso de vinagre nos descomponía el cuerpo.
También preparaban nuestros ascendientes una bebida refrescante con propiedades medicinales llamada zarzaparrilla, obtenida del arbusto del mismo nombre.
Era frecuente coger moras o guindas y meterlas en un recipiente con aguardiente para macerarlas. Decían que esa combinación era remedio eficaz para los dolores de barriga. El masajista la espurreaba y frotaba. La mitad del buche quedaba en su boca y no volvía a salir.