Nos gustaba coleccionar objetos, como lo hacían los mayores con sellos y monedas. A falta de peculio para más altos vuelos nosotros, los niños de entonces, empleábamos la imaginación y dábamos valor a piezas sencillas con el capital de nuestra fantasía.
Coleccionábamos chapas o tapones de cervezas y refrescos. A cada clase le asignábamos una cuantía. Las más valiosas eran las verdes de la marca Kas y las rojas de Coca-Cola, a las que tasamos en mil, que entonces era lo máximo que alcanzábamos a ver, que no a tocar. Un billete verde suponía la cima y el límite de nuestras aspiraciones. Las chapas de cervezas pertenecían a la clase media, distinguiendo las de Cruzcampo y las del Gavilán, que entonces se elaboraba en Mérida. Para conseguirlas recorríamos los bares y tabernas buscándolas por el suelo. Algunos dueños de establecimientos nos las guardaban a requerimiento nuestro. Las de gaseosas, Ruiz y Curusan, que fabricaban en Burguillos del Cerro, eran la clase de tropa por su falta de colorido y por ser las más abundantes. Sin saberlo estábamos aplicando la ley de la oferta y la demanda. A más escasez, más precio.
También coleccionábamos cajas de cerillas, que traían vistosas ilustraciones. Las recortábamos y hacíamos baraja con una goma. En el año 1972, Pedro Ocón de Oro, las ilustró con sus famosos jeroglíficos. Un gran acierto.
Las calcomanías las pegábamos en el brazo o en el cuadro de la bicicleta. Había quien tenía los escudos de todos los equipos de primera división, con el preferido a la cabeza.
En las portadas blancas de papel satinado de las libretas Balandro venían dos futbolistas que recortábamos y guardábamos. También coleccionábamos bolindres y chinas.
Intercambiábamos ejemplares con los amigos para completar las colecciones. Tú me das, yo de doy. Con el juego aumentábamos el número de ejemplares o dilapidábamos el capital acumulado.
Sujetábamos con los dedos contra la pared las estampitas y los cromos y los dejábamos caer al vuelo. Si se posaban encima de los otros los ganabas. También se establecían distancias, que para eso había libertad de acuerdo y unos instrumentos de medida que siempre llevamos consigo: las cuartas, los pies y los dedos. Así, para ver quien empezaba se echaba pie y quien montaba sobre el del contrincante era el primero.
La tángana era otra modalidad. Antiquísimo juego de precisión y puntería que recibe diversas denominaciones según las zonas: tarusa, chito, mojón…
También existen variantes en su desarrollo. Si no disponíamos de una piedra o un taco de madera con las superficies lisas, cogíamos cualquier pedrusco y lo que se ponía en juego en lugar de colocarlo arriba se ponía debajo. A veces el lance consistía solo en derribar la tángana con el tejo para ganar. En otras ocasiones conseguías las que quedaban más cerca del canto que lanzabas que de la tángana derribada.
Había quienes coleccionaban folletos de programas de mano de las películas. Eran del tamaño de la mitad de una cuartilla y reflejaban una escena significativa de las mismas. Algunas noches nos reuníamos para verlas, como hacíamos con las fotografías guardadas en la caja de dulce de membrillo. Entonces se ponía en marcha la máquina del cine en nuestras cabezas para revivir las escenas que ya habíamos visto.