Estos días hemos aprendido mucho sobre pandemias. El paso de los virus desde los animales al hombre, los reservorios, las formas de contagio y de cómo evitarlo… Hemos descubierto que hay quien sabe y es cauto en sus opiniones y quien no sabe y es osado en exponerlas. Los que saben estudian y callan y cuando hablan lo hacen con conocimiento de causa.
También hemos oído que el calor puede debilitarlo y no podrá levantar su cabeza coronada, pero no hay completa seguridad, salvo para los que no tienen ninguna y opinan de todo.
Hemos descubierto también la cantidad de exquisitas recetas culinarias que pueden hacerse cuando hay ganas, tiempo e ingredientes. En esto sí que tenemos verdaderos especialistas. Se agradece. La cocina es arte y ciencia, medida, proporción e inspiración.
Me acuerdo de las comidas de cuando yo era pequeño. No había tanta variedad ni se disponía de mucho tiempo para ello porque en las casas de familias numerosas había tareas fijas del amanecer hasta la noche. Desde que se encendía el anafre con carbón por la mañana hasta que nos acostábamos, nuestras madres tenían trabajo de sobra con lavar la ropa a mano, zurcir, planchar y lidiar con nosotros. No cabían muchas exquisiteces en los fogones, salvo los tradicionales pestiños, gañotes y tortas de chicharrones cuando llegaba su tiempo.
¿Qué hay de comer hoy?, preguntábamos más por rutina que por saber la respuesta que ya intuíamos.
¡Bah, otra vez cocido! Menos el domingo en que un pollo de corral con arroz o con papas solía dar variedad al menú de la semana, era lo que había.
Desconocíamos entonces dos cosas. La suerte de tener en la mesa alimentos que llevarse a la boca y la fiesta que le haríamos de mayores cuando esporádicamente lo comemos ahora en casa. Ignoramos, hasta que fuimos un poco mayores, lo que significaba ganar el pan con el sudor de la frente y que, incluso, poniendo el sudor, no había tajo donde derramarlo.
Los hombres del campo lo comían de noche, cuando regresaban de su dura jornada de trabajo. Era la comida caliente del día. Pocos trabajadores había obesos entonces. Las calorías se quedaban entre los surcos de la tierra para dar valor a las espigas.
Cuando le poníamos mala cara a la comida nos decían que cuántos querrían tener un plato como ese delante. Que si nos creíamos que todo el monte era orégano. ¡Qué sabréis vosotros!
Ahora el día que toca cocido lo celebramos. Degustamos tan sabrosos componentes con gula manifiesta. Tres platos que son un goce para los sentidos. La sopa, que ya por sí sola reanima a los desfallecidos, los garbanzos con su dotación de proteínas, vitaminas, minerales y fibras. Y la ‘pringá’, final de fiesta con morcilla, carne y tocino, de ese que con un leve toque de cuchara se estremece.