Llegaban algunos circos a la Plazuela con no mucho más bagaje que un madero que hincaban en el suelo, en cuya parte superior colocaban los focos para iluminar el recinto, y unos tablones que servían de escenario a la altura del suelo. Los espectadores llevaban las sillas de sus casas para sentarse alrededor. Mediada la función pasaban una bandeja y la voluntad de cada uno dejaba unas monedas sobre ella. Mejoraban ingresos con una rifa, generalmente de una botella de anís o una muñeca.
Un mono, una cabra y algún jamelgo completaban el plantel de los pobres circenses, que acuciados por la necesidad recorrían los pueblos en carromatos o en vetustos y desvencijados camiones.
Los circos mejor dotados disponían de cerramiento de plástico o madera y tubos y tablas para montar los asientos del gallinero. Bordeando la pista ponían sillas de tijeras. Estas eran las localidades de preferencia.
Las atracciones más frecuentes eran las de contorsionistas, trapecistas y malabaristas. Recuerdo actuaciones en las que un hombre pasaba descalzo sobre botellas rotas. Otra que produjo gran expectación y comentarios durante mucho tiempo fue la del hombre de la piedra en el pecho. Consistía en romper una piedra a mazazos sobre el pecho de un hombre tendido en unas sillas. Los payasos hacían las delicias de jóvenes y mayores, sobre todo el que hacía de tonto, con su chaqueta de retales coloreados, bombín y nariz redonda y colorada. Al final de la actuación solían interpretar algún tema musical con saxo o trompeta. En uno de los números de uno de los circos pasaba un caballo dando vueltas por la pista y el hombre que lo guiaba del cabestro le hacia preguntas. “¿Quién es el hombre más alto?”, “¿Quién es el niño más guapo?”…
El caballo se paraba delante de algún espectador y movía la cabeza de arriba a abajo.
Cuando preguntó “¿Quién es el hombre más borracho?” dos buenos colegas y mejores bebedores vieron que el caballo se acercaba a donde estaban y uno de ellos le dijo al otro: “Vámonos de aquí que este caballo sabe más de la cuenta”