Circos.

1.LA.CABRA.

“Han venido los húngaros, hermana, /osos de tardo andar, monos ladinos/lleva la miserable caravana…” escribió el  poeta  extremeño Enrique Díaz Canedo.

 Gente errante que espantaba el hambre con trompeta,  escalera y  cabra. Sus domicilios, los caminos,  su posada   en el pueblo  la pared de un huerto en las afueras a cobijo de los aires del norte. Una lona  sujeta con cuerdas y palos  los protegía  del recencio de la noche y de la lluvia. Su patria, el viento y las estrellas. Acudían, como Melquiades y los suyos, cada año a buscarse el pan con sus cabriolas y sus artes.

 Fueron los primeros artistas ambulantes  que recuerdo, sin más equipaje  que sus cuerpos y algunos animales amaestrados.

 Después empezaron a venir otros mejor provistos de intendencia.  Montaban el circo en la Plazuela, pero sus pertenencias principales  no iban mucho más allá de un vetusto carromato o un destartalado camión,  un madero para colocar las bombillas y unos tablones que servían de  escenario.

 La función se desarrollaba por la noche  al aire libre si el tiempo ponía algo de su parte.  Los espectadores llevaban de sus casas las sillas y se sentaban alrededor formando círculo. El que no, a pie firme. Al final de la función pasaban gorra,  pandereta o bandeja. La voluntad del respetable, movida casi siempre por la pena,  dejaba  las monedas que creía conveniente.

 Para completar ingresos hacían una rifa mediado el espectáculo.  Una botella de anís o una muñeca solía ser el premio.  A los pocos días  desmontaban la modesta instalación y desaparecían en busca de otros  destinos pasajeros, según soplaran los vientos del hambre. Decían por aquí que los años en  que acudían varios grupos eran señal  de escaseces y penurias.   

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 Con el tiempo empezaron a llegar otros  circos  mejor dotados de medios materiales. Disponían de cerramientos de lonas o  plásticos,  tablones   y tubos para montar los asientos del gallinero y sillas de tijeras que, bordeando la pista,  constituían los asientos de preferencia.

 Las atracciones más frecuentes solían ser las que hacían con los  animales,  las de los  contorsionistas,  niñas casi púberes que  arqueaban sus cuerpos  con flexiones increíbles, los trapecistas,  aquel salto mortal acompañado de redobles de caja y final estridente  de platillos. Se sentaban en una silla sobre la maroma y se dejaban caer  hacia atrás  quedando prendidos de los pies cabeza abajo,   los  malabaristas…Y cómo no, los payasos que gustaban a niños y mayores.  Chaqueta de retales de colores, bombín y nariz redonda y colorada vestía  el que hacía de tonto, que después era el más listo,

 Los que andaban  descalzos sobre  cristales de botellas rotas o por las brasas  del  fuego…

Quedó en la memoria y referencia  por la dureza aquel hombre al  que, tendido entre dos sillas, le partían con un mazo pilón de fragua una piedra sobre su  pecho desnudo.

Verdaderos y dignos artistas  forjados en la necesidad  que hicieron nuestras delicias y avivaron nuestra fantasía.

 “Mi espíritu lleváis en compañía:/vuestras faces morenas le son tratas, / ama vuestra tenaz melancolía/vuestras noches, que alumbran las fogatas”

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