La cigüeña traía a los niños de París y de Oriente los Reyes Magos los regalos. Con estas creencias vivimos nuestra infancia. Cuando fuimos descubriendo la realidad por bocas de otros niños mayores nos empezamos a hacer preguntas y a explicarnos muchas cosas que hasta entonces se habían sostenido con los alfileres de la fantasía. Poca sujeción para tanto peso.
A partir del descubrimiento comenzamos a mirar a nuestros padres de otra forma y cuando nos sorprendían absortos en nuestro incipiente discurrir bajábamos la cabeza algo avergonzados de que pudiesen adivinar el desmoronamiento que se estaba produciendo en nuestro interior.
Todavía no había llegado el tiempo de las explicaciones con las semillitas que se juntan, y el desbroce de nuestra ignorancia sexual se producía rudamente, por los caminos de charlas con los amigos, a escondidas de los mayores. Cada uno aportaba cabos que había escuchado a otros y nuestra imaginación hilaba fantasiosa, pero parcialmente, el misterio de la vida.
Cuando los Reyes Magos empezaron a no caber por las chimeneas de nuestra ingenuidad comprendimos también la desigualdad en los regalos de unos niños y otros. ¿Por qué a unos bicicletas y a otros aros o unos simples caramelos?
Y es que la fantasía no aguanta mucho tiempo el rodillo de la lógica.
Descubrí quiénes eran los Reyes Magos porque mis padres suponían que yo ya lo sabía, pero yo navegaba aún en el mar de las quimeras. Por eso me sorprendí cuando ellos hablaban de los regalos de cada uno y al darse cuenta de que yo estaba escuchando dijo mi padre:
-Este ya sabe de qué va esto.
Ahora, cuando llega el cinco de enero y recuerdo todo esto en la placidez de mi almohada, ofrezco un pacto a la fantasía: Vuelve tú a ocuparte del trabajo de los Magos y déjame a mí para siempre el encargo de los niños.