Las segundas nupcias no estaban prohibidas ni civil ni religiosamente, pero un morbo oscuro y clandestino rondaba por los aledaños de estas relaciones y removía los instintos atávicos de cafres reprimidos. Opinión latente de rechazo que tiene su fundamento muy atrás. Atenágoras, en el siglo II después de Cristo hablaba del matrimonio de los viudos como “un adulterio decente o velado”. Posteriormente calificado como “honestam fornicationem” y también “speciosum adulterium” por la Iglesia. Como si el estado natural de los viudos fuese soportar ausencias con lutos, pagar penitencias con abstinencia y recibir consejos de quienes nunca se casan.
Para los que enviudaban no era fácil comenzar una nueva relación en los pueblos. La primera dificultad era la falta de cauces para ponerse en contacto. Una carta expresando las intenciones y a esperar contestación. Había intermediarios que trasladaban discretamente las proposiciones. La respuesta abría la puerta a la esperanza o al desistimiento definitivo.
Todo con la máxima discreción. Que no corrieran rumores por los mentideros de rincones y esquinas.
La boda se celebraba de noche, casi furtivamente, con testigos buscados entre amigos y conocidos de mucha confianza.
Pero los secretos en los pueblos son difíciles de guardar y llegaba el “cencerraje” o cencerrada, manifestación tribal, intransigente, invasiva de la intimidad y de coacción. Tiene una dilatada existencia en nuestro país con exageraciones y abusos palmarios, tanto que el Código Penal de 1870, en su artículo 589, 1 las consideraba como falta contra el orden público y castigaba con multa de cinco a veinticinco pesetas y reprensión a “los que promovieran ó tomaren parte activa en cencerradas u otras reuniones tumultuosas, con ofensa de alguna persona ó con perjuicio ó menoscabo del sosiego público”. El concilio de Turín (1455) las prohibió, pero en el sustrato popular se seguía considerando como un castigo a los que contraían matrimonios inconvenientes.
Según el diccionario la cencerrada es un “ruido desapacible que se hace con cencerros, cuernos y otras cosas para burlarse de los viudos la primera noche de sus nuevas bodas”. Todo este jaleo acompañado de pullas obscenas e hirientes, estribillos alusivos que ridiculizaban a los contrayentes y que se decían entre estruendo y estruendo, colgando rótulos y objetos de las puertas o ventanas. Algunas de estas costumbres proceden de la Edad Media y han subsistido hasta hace poco.
Igual suerte corrían los viejos que se casaban con mujer joven. Los afectados callaban y aguantaban el ruidoso chaparrón como podían. Algunos más osados salían y se unían al estrepitoso cortejo con la intención de que pasadas una horas los dejasen en paz porque oponerse suponía tener que aguantarlo toda la noche.
La encuesta realizada por el Ateneo de Madrid en los años 1901 y 1902 describe así a las cencerradas:
“Las cencerradas son verdaderas manifestaciones multitudinarias y provocaciones intolerables. A los casados les acompaña la multitud, con apariencia ebria, que grita desaforadamente y golpea latas, almireces y toca cornetas y zambombas en todo el camino de casa a la iglesia y viceversa. Por la noche y aún en noches sucesivas se repite la escena en la calle, en el portal y en la escalera, voceando y cantando. Es milagroso que no se registren escenas sangrientas ante ataques y gestos tan provocativos”.