En el Seminario la correspondencia estaba intervenida. Los alumnos escribíamos las cartas y las entregábamos abiertas. Cuando nos escribían de fuera nos las daban abiertas también.
Bajaba el prefecto al recreo de la tarde con las cartas en las manos, generalmente cruzadas detrás. Intentábamos mirar de quiénes eran, pero sólo lográbamos ver algunas veces la que estaba en la parte exterior y enseguida buscábamos al destinatario para darle la noticia. Los que esperábamos correspondencia merodeábamos alrededor del superior a que las repartiera, cosa que hacía con una parsimonia desesperante.
Especial cuidado había que tener con las cartas que se salían del estricto círculo familiar. Las analizaban con lupa. Había que valerse de algún medio, como las visitas que esporádicamente recibíamos, para evitar la inspección. Así que el artículo 13 del entonces vigente Fuero de los Españoles que garantizaba la inviolabilidad de la correspondencia no regía intramuros.
Del Seminario, en la cañada de Sancha Brava, sólo salíamos en formación de terna y con sotana, beca y birrete. Si se necesitaba algo de lo que no se dispusiese en el pequeño comercio de comunidad se le encargaba a Manolo el recadero, un señor que iba todos los días al centro de Badajoz para este menester.