Descargaban los troncos en la puerta de la carpintería, despojados, en una primera limpia, de sus ramas. Cerezos, encinas, pinos, castaños… que las manos diestras del carpintero transformarían en sillas, puertas, mesas o marcos de ventana.
Recuerdo ahora el local envuelto en un ambiente de evocadora decadencia. Cristales cuadrados tintados de polvo y vaho y bombillas colgantes con platillos invertidos para concentrar la luz.
Olía dentro a aromas campestres que los leños desprendían cuando los cortaban. ¡Cuánta lluvia habría resbalado por ellos, desde la copa hasta la base nutricia de la tierra! “Un olor fresco y honrado/ a corazón descubierto”, comodescribió Juan Ramón Jiménez.
En el banco de trabajo estaban las herramientas. El tornillo para sujetar las piezas, la garlopa, la gubia, el formón… para que, en una combinación de arquitectura y tornería, el carpintero diera nueva forma a la madera.
Llevaba un lápiz aplanado detrás de la oreja y un metro plegable a mano siempre en el bolsillo. El primer examen de la rectitud de los listones lo hacía apuntando, como si fuera a disparar con ellos. En el pelo y las cejas, polvo del serrado y el pulido.
Cuatro carpinterías había en el pueblo de distinta extensión y variado destino. Una de ellas estaba especializada en carros, en construir ruedas y calzarlas con aros de hierro. Era una de las labores que más llamaba la atención. Lo hacían al aire libre y reunían alrededor a los curiosos y desocupados que por allí merodeaban. Hacían candelas formando círculo y sobre ellas en piedras colocaban el aro. Después, con maña y tiento, coordinación y mazos, lo encajaban en la rueda, desprendiendo abundante humo cuando le echaban agua para que, con la contracción del metal, quedara perfectamente ajustado.
La carpintería mejor dotada de maquinaria disponía de serradora y pulidora. En la primera tenían que juntarse varias personas para poder subir los troncos a la altura de la sierra. Allí les daban el primer corte. Abiertos en canal, a mí me parecía ver el corazón grabado en sus entrañas.
En la pulidora alisaban los listones. Sonaba su deslizamiento por el rodillo como un coche de carrera que pasaba y se alejaba. En el suelo quedaban rubios rizos de virutas y serrín.
A los niños nos atraía ver desde las puertas y ventanas el trabajo de la madera, el hierro y el cuero, pero les privábamos de la luz natural y nos despachaban.
Yo, por el parentesco, tenía acceso a la carpintería y me embelesaba contemplando sus labores, desde serrar hasta dar lija y después el encaje de las piezas y el barnizado. También cogía tablitas de deshecho y con ellas hacía construcciones que me inventaba.
No quedó ninguna carpintería. Desaparecieron, como otros tantos oficios artesanos.