En las noches de verano contemplábamos el camino de Santiago, esa ancha franja de leche estrellada, y creía yo que carros de cristales transparentes y barrocas formas, tirados por constelaciones de caballos, transitaban cada noche por él.
Decían que si contábamos estrellas nos saldrían espundias en la piel. Pero yo las contaba y las unía con imaginarios hilos formando caprichosas figuras.
A veces una línea rápida y fugaz sorprendía nuestra mirada absorta con una rúbrica blanca en la cóncava negrura. “Una estrella se ha corrido, una vieja se ha dormido”.
Refrescaba y otra vez la imaginación infantil buscaba mágica explicación al relente: los brillos de las estrellas eran trocitos de hielo que se deshacían según se acercaba la mañana y enviaban soplos frescos a través de las ramas invisibles de un sauce gigante y luminoso, bajando como los cohetes en las noches de fiesta.
Bien entrada la madrugada, la esfera, en lento giro, había cambiado las posiciones de las constelaciones, como si alguien desde fuera intentase abrirla por la mitad. El amanecer llegaba cuando la invisible y gigante mano lo conseguía y el sol se colaba por la rendija abierta del oriente.