Para compartir sentimientos o al menos roces y caricias en la edad, que unos llaman pubertad y otros pavera y que, pletóricas las glándulas, tienden a desbordarse de los límites del cuerpo, muchos varones salían del término geográfico del pueblo y se desplazaban a Berlanga.
Escaseaban por aquellos años sesenta coches y motos, y en tal caso, para dar de sí al exiguo peculio, el medio más económico era “el coche de san Fernando, un rato a pie y otro andando”.
Unos pocos afortunados disponían de bicicleta dotada con faro de dinamo o de linterna, sujeta en el manillar con cuerdas o alambres. Para que los pantalones no se trabaran o mancharan con la grasa de la cadena se los sujetaban con unas presillas de chapa a la altura de los tobillos.
Por la entonces poco transitada carretera, en poco más de media hora, se plantaban en su destino, que era el baile que “La Chocha” organizaba los domingos en el salón del bar Nuevo. Sentado detrás de la puerta en su carrito de inválido controlaba con muleta y boca de arriero furioso a los posibles intrusos que querían colarse sin pagar.
Julio el de Alvarito era el alma de aquel grupo musical que a ritmo de saxofón animaba las querencias de los bailantes. Inolvidables boleros con la carita pegada.
Fui algunas veces, siempre en grupo, y el recuerdo más vivo que tengo es el del camino. El cerro Gordo casi mediaba la ruta era la referencia, una vez traspasado, de cercanía. Al poco divisábamos las primeras luces de las afueras, en un sentido o en otro. La luna, el ladrido de los perros… A la ida con la ilusión y a la vuelta contando cada uno cómo había transcurrido la noche. Algunas mentirijillas exageraban la posible aventura, que de eso, cazadores y conquistadores de féminas mercedes, siempre han usado con discrecional fantasía.