Cambio de hora.

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Cuenta la leyenda que el capitán Pelay Pérez Correa, quien llegó a ser maestre de la Orden de Santiago, pidió a la virgen que detuviera la marcha del sol hacia el ocaso para poder acabar una batalla que sus tropas libraban contra los sarracenos: “¡Santa María, detén tu día!”, fue su súplica. En agradecimiento por el favor recibido mandó construir en lo alto de la montaña una ermita, convertida actualmente en el monasterio de Tendudía, en un paraje de gran belleza.
Salvo este prodigioso caso, surgido de la imaginación y devoción populares, no conozco ningún otro en que se haya parado o acelerado el paso del sol por la bóveda del cielo. En el siglo XIII todavía no se había descubierto que era la tierra la que giraba alrededor del sol por lo que sería a ella a la que echarían el freno.
El deseo imposible de detener el tiempo se da también cuando lo estamos pasando maravillosamente. ¿Quién no ha querido alguna vez que el reloj detuviera el andar de sus manillas, como dice el bolero del mejicano Roberto Cantoral, “Reloj, no marques las horas…”? También queremos que pase cuanto antes cuando se sufre.
 La humanidad ha parcelado la cadencia de la luz, pero el tiempo no necesita relojes para continuar su paso inexorable. Los usamos porque necesitamos tener referencias temporales para relacionarnos con el mundo que nos rodea, para ponernos nerviosos esperando o para agitarlos cuando algún soporífero tostón nos está haciendo insoportable la velada.
El reloj auténtico es el sol con su péndulo de alboradas y ocasos. Las maquinitas acompañan con ritmos de tictac, campanadas, cantos de cuco y guiños digitales el majestuoso y aparente paseo del astro rey por el cielo.
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Algunos de nuestros antepasados usaban relojes de bolsillo, con cadena asida a un ojal del chaleco. Una de las marcas era “Roscopatent”, que debe el nombre a su inventor, el alemán nacionalizado suizo Georges Frederic Roskopf. Los labradores y ganaderos los necesitan menos. Un buen amigo, al que le salieron los dientes en el campo y que lleva desde niño viendo amaneceres y puestas me contó que tiene un sistema para calcular el tiempo que le falta al sol para ocultarse. Extiende su mano y coloca los dedos juntos, de pantalla; mide desde el horizonte hasta donde está el astro rey. Cada medida equivale a una hora.
-Pero, Juan, dependerá de lo largo que se tenga el brazo y lo gordo que sean los dedos.
-Chispa más o menos, a mi me da el apaño- me responde oscilando la mano a derecha e izquierda.
 Llega por estas fechas de nuevo el cambio de hora. Este vaivén periódico de manillas empezó en el año 1974. Anteriormente, en el año 1942, Franco había adelantado una hora con respecto al huso horario que nos corresponde por situación geográfica a la mayor parte de España. En la campaña de las últimas elecciones generales algunos líderes prometieron que iban a impulsar el cambio de huso horario para adecuarlo a nuestras necesidades, promesa que dormirá hasta la próxima convocatoria electoral, aunque  como está el patio quizás sea prudente no retrasar más los relojes cuando hay algunos que nos quieren llevar demasiado atrás. A los tiempos de la Edad Media,  cuando los reinos de Taifa.

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