Fuimos hijos y esperaban nuestro regreso por las noches. Somos padres y aguardamos el regreso de los nuestros. Un cambio de papeles que nos hace entender mejor el dicho de que quien espera desespera y a comprender el enfado que provocábamos si tardábamos en volver a casa siendo jóvenes.
Cuando los hijos son pequeños cerramos la puerta de la calle y nos acostamos con la tranquilidad de saber que todos estamos dentro, protegidos de la intemperie y de los sucesos que pueden acaecer fuera. Si despiertas durante la madrugada al oírlos toser, acudes a arroparlos y te tranquiliza verlos dormir plácidamente en sus camas.
Les llega la edad volandera y empiezan a salir, conquistando aplazamientos de regreso con la justificación de que sus amigos hacen lo mismo y con la lógica de que si salen a la una no van a volver a las dos. ¡En mis tiempos con vuestra edad salíamos al anochecer y a las doce, como mucho, estábamos en casa!, o algo parecido les decimos algunas veces. Pero ya no es ayer, sino el desmadre horario que hace que los jóvenes vivan en la cara oculta de la esfera del reloj.
Para el que está de fiesta las manillas corren ligeras e ignoradas. Solo el despunte del alba da una campanada rosa, lenta y progresiva hacia la luz que los alerta de que ya va siendo hora, pero tranquilos que las prisas no son buenas consejeras. Para el que aguarda, el sonido del tictac es una cuenta atrás hacia la angustia y cada sonido de la campana del reloj de la sala es un aldabonazo en la médula del sueño. ¿Cuántas han dado, cinco o seis? ¡Las horas que son y estos niños sin venir! Después te vas haciendo a la idea y te acostumbras a encontrártelos cuando tú sales temprano, que para ellos no es tan tarde todavía. Cada uno tiene una llave y el que va llegando comprueba si es el último.
Y no es que nosotros no trasnocháramos, pero lo hacíamos puntualmente, en casos de feria en los pueblos cercanos, no por hábito como lo hacen ahora todos los fines de semana y fiestas de guardar. Se sale más tarde y se recogen más tarde.
Un amigo de mi edad, que en alguna ocasión llegó al amanecer, encontró a su padre, con los avíos del campo preparados, esperando detrás de la puerta. Al entrar le dijo con enfado contenido, pero con toda la tranquilidad que pudo fingir: “No te acuestes. Cámbiate de ropa que nos vamos. Quien sirve para la juega, sirve para el trabajo”. Pasó la mañana entre los surcos a remolque de su sombra, aliviando la resaca con el agua de la cántara y mirando el reloj al que horas antes no había hecho ni caso. Al día siguiente se pensaría si volver de feria.
Ya no se hace eso, que yo sepa. Ahora, cercanas las cuatro de la tarde, los padres se plantean si llamarlos para que coman algo o dejarlos dormir hasta que despierten.
Llega el tiempo en que de volanderos pasan a remontar el vuelo y se van en busca de nuevos horizontes. Entonces echamos de menos sus llegadas, aunque fueran a deshora. Ver sus camas hechas y vacías cuando te levantas produce un poco de nostalgia.