El solsticio de verano hace que las sombras de las umbrías mengüen al máximo hasta dejarlas entre la espada brillante de la luz y las paredes. El sol alcanza la cima de su altura en el cielo cuando llega el mediodía.
Por estas fechas luminosas de verano es costumbre blanquear y calafetear las fachadas de las casas para eliminar rastros de humedades y deterioros que originaron las inclemencias del invierno. Quedan como espejos blancos que devuelven al aire la insolente claridad que reciben.
Ahora se utilizan pinturas plásticas, pero antes era cal, que ya usaban los romanos y los árabes.
Los caleros extraían la piedra caliza de las caleras, bien con palancas si estaban someras o utilizando barrenos para sacarlas al exterior.
Los hornos se construían de mampostería, aprovechando generalmente los desniveles de terreno. El combustible era leña que debía acarrearse desde los montes cercanos. Se apilaba en el interior y alrededor se iba edificando una pared con la piedra de cal hasta formar una bóveda. Debajo, en la parte frontal, había una abertura para ventilación y recarga. Este proceso duraba siete u ocho días. De esta calcinación, en la que podían alcanzarse temperaturas cercanas a los mil grados, se obtenía la cal viva. Después se dejaba enfriar durante algún tiempo. Se partían las piedras, que habían perdido gran parte de su peso, utilizando una azada o un martillo o se dejaba que se fueran deshaciendo al aire libre.
Los caleros iban por las calles de los pueblos con sus burros equipados con serones voceando el producto: ‘¡Cal blanca!’ La vendían por cuartillos o almudes. También existía la cal morena o prieta que se mezclaba con arena y agua. Argamasa o mortero utilizado en la construcción desde muy antiguo.
Después en casa tenía lugar el proceso químico que nos asombraba a los niños: el apagado de la cal añadiéndole agua, o sea, convirtiendo la cal viva en hidróxido de calcio. Esto lo supe después. Entonces, en aquellos días blancos y azules, era un fenómeno mágico, que la cal empezase a hervir sin hacer fuego durante algunos días y alcanzase elevadas temperaturas.
En mi casa lo hacían en una tinaja grande. Nos avisaban constantemente que no nos acercáramos ni metiéramos la mano dentro. Razón suficiente para que nos entraran unas ganas irresistibles de hacerlo. De vez en cuando se le daba vueltas con un palo para que la masa quedase compacta y sin grumos.
Para encalar las fachadas se utilizaba una escalera. Si aquella era muy alta se añadía otra atada con sogas. En un gancho con forma de ese, sujeto en uno de sus escalones, se ponía la cuba donde se mojaba el brochón.
La cal se usaba también para blanquear los troncos de los árboles y protegerlos de posibles plagas, para desinfectar el agua de los pozos y aljibes y para corregir la acidez de ciertos suelos.
Esta actividad artesanal ha dejado huellas en el vocabulario. Desde apellidos y apodos hasta topónimos. Muchos lugares de bastantes pueblos tienen un lugar referido a las caleras. En Llerena existe una calle, Caleros, en recuerdo de este gremio de esforzados trabajadores y una familia, como en Fuente del Arco, conocidas por el oficio que desempeñaban sus miembros. Y un pueblo, Calera de León, que lleva a gala tan blanco nombre.