El pasado viernes firmaba en estas páginas de opinión un artículo Antonio Soler con el título de `Las tres Españas del 20’. En él afirmaba, basándose en un libro de Paul Preston: ‘Las tres Españas del 36’, y en un acertado razonamiento que ni entonces ni ahora han existido solo esas dos Españas.
Reducirlas es una simplificación que ignora a la moderada y sufrida, la que aguanta y padece los embates de los extremos que se ladran entre sí y azuzan el ánimo de los demás para que tomen partido por sus bandos, como si no hubiera otras alternativas. O yo o el caos. Esa polarización puede que esté en las tribunas, en las tertulias o en cierta prensa, pero la mayoría es “gente que solo desea su pan, su hembra y la fiesta en paz” y no se identifica con esa visceralidad.
Desde niños nos han dividido el mundo en dos partes antagónicas, en buenos y malos. Hasta en los evangelios Jesucristo dice que “quien no está conmigo está en mi contra”. No hay términos medios. Rojos o azules, blancos o negros.
La historia, maestra de la vida y testigo de los tiempos, en palabras de Marco Tulio Cicerón, muestra sobrados ejemplos de ello. ¿Quiénes son los malos y quiénes los buenos?
Espartaco fue un insurrecto para los romanos y un líder grandioso para los esclavos. Igual que Viriato lo fue para los romanos y lusitanos, respectivamente.
Los nazis alemanes consideraban terroristas a quienes los combatían desde la resistencia en los países invadidos. Eran héroes, sin embargo, para sus compatriotas.
Las guerras de la antigua Yugoslavia alumbraron líderes en cada uno de los bandos contendientes que eran aclamados por sus partidarios y vituperados por los enemigos.
Los historiadores partidistas mojan la pluma en el tintero de sus conveniencias, ponen altavoz a las crueldades ajenas y justifican las propias. Laurel y sordina para los camaradas y condenas para los adversarios.
En las películas del oeste nos presentan a los cowboys y pioneros como los valientes y virtuosos y a los indios como salvajes a los que hay que someter.
Los versos de Campoamor que fían la verdad al color del cristal con que se mire tienen parentesco con el moderno concepto de posverdad, distorsión deliberada de la realidad, acomodándola a las emociones y a las opiniones personales. Expresan la quintaesencia del relativismo moral. No hay valores inmutables. La interpretación de los hechos es maleable y se acomoda a lo que deseamos o esperamos que suceda.
Sin embargo, hay un derecho universal fundamentado en la naturaleza humana que reprueba los abusos y discierne el bien del mal, aunque se desconozcan los derechos positivos de cada una de las naciones. Pero váyale usted con esas monsergas a cualquier dictador o ungido y alabado líder arropado por fanáticos que se arrogan el papel de salvar a sus conciudadanos sin que nadie se lo haya pedido.