Tenía yo una bolsa donde guardaba un capital redondo, con jerarquías de calidades, redondeces y tamaños. Los bolos, la infantería, numerosos y sufridos; los bombos, sargentos de mediana clase y abultadas barrigas. Las élites eran chinas, de pulida superficie y contrastada dureza. La bolsa me la hicieron después de haber agujereado los bolsillos de varios pantalones. Y es que había días en que el azar colmaba la capacidad y resistencia de las faltriqueras. Palabra esta, por cierto, a la que nuestro diccionario asigna las dos acepciones: el bolsillo de las prendas de vestir que yo rompía y la bolsa de tela que me hicieron, que se ata a la cintura y se lleva colgando bajo la vestimenta para guardar bagatelas.
Los bolindres nuevos los comprábamos en las tiendas. Después se convertían en moneda de cambio y material de trueque, menos el preferido, el que teníamos hecho a nuestra maña de tiros. No entraba en tratos ni intercambios. Era como la piedra de las catapultas que formaban nuestras manos con personal estilo y originales engarces de dedos. La forma de tirar formaba parte de nuestra identidad, una firma a ras de tierra.
La más corriente, el dedo meñique de una mano apoyado en el suelo y el pulgar hacia arriba, como midiendo una cuarta hacia el cielo. Este pulgar coronaba y servía de apoyo. El bolo sujeto entre el pulgar de la otra mano y el dedo corazón, que era el que lanzaba, pero había más variantes, casi tantas como formas de coger el lápiz en la escuela.
La materia prima de los bolos y los bombos era el barro, cocido y pintado con un barniz que duraba poco por la vida rastrera que les dábamos. Para calibrar su redondez los poníamos en la palma de la mano, alargando el brazo, y a ojo guiñado de buen cubero, dictaminábamos valía. Los más redondos eran los más apreciados.
Aquellos que denominábamos chinas eran de piedra pulida y los más caros. Mucho después llegaron los de cristal con figuritas dentro. Algunos había de níquel procedentes de rodamientos, pero estos escaseaban.
Cerca de las paredes jugábamos al gua. Para establecer el orden del juego cada uno lanzaba su bolo hacia una raya. Era primero quien más se aproximaba. Desde allí se iniciaba una estrategia de acercamiento, sin descuidar la retaguardia porque había tiradores de certera puntería. La unidad de medida era la cuarta. Mientras no se fallara no se perdía vez.
Otro juego era el triángulo. En algunos pueblos hacían un redondel o un cuadrado. Consistía en dibujarlos en el suelo y poner dentro bolindres o dinero. Los ganaban quienes iban sacándolos fuera de esa especie de presidio tirándoles con otros bolos. Había que procurar que con el que se tiraba no quedase dentro. En este, como en todos, cada pueblo tenía su vocabulario de localismos para las diversas modalidades e incidencias.
El agujero, que llamábamos por aquí “rarra”, servía también para otros juegos, como lanzar un puñado de bolindres. El tirador ganaba los que caían dentro. Los más avispados se jugaban en ellos los cuartos. Ya lo describía Luis Chamizo: “Hay riñas de gallos/en las resolanas de la corraleras/y en el altozano, junt’a los ceviles/unos zagalones se juegan las perras”.
Olá Pessoal, tudo bem ? Que iniciativa sensacional a de voces em possibilitarem que os saudosistas possam ter acesso a um acervo tão raro, em alguns casos. Gostaria de ter acesso à série dos ‘Os Agentes Fantasma’ que pra mim marcou uma época ! Grato.