Las invitaciones para las bodas las hacían los padres de los contrayentes visitando a los elegidos con bastante antelación. La noche anterior al enlace pasaba de nuevo algún familiar para comunicar la hora exacta de la ceremonia. Si era una mocita soltera pasarían a recogerla para que no fuera sola.
El día de la boda cada invitado acudía a la casa correspondiente. El novio con su séquito y del brazo de la madrina se dirigía a donde estaba la novia. Allí se juntaban los dos grupos y enfilaban hacia la iglesia con la novia y el padrino encabezando la comitiva. Al aire repiques de campanas y en las esquinas curiosos.
Las comidas y libaciones se realizaban en las casas de las respectivas familias. Primero en la de la novia y después en la del novio.
Un familiar femenino repartía perrunillas, magdalenas y “mimos” (pequeños merengues). Detrás pasaba un varón con la bandeja, las copas y la botella de aguardiente. A cada pasada se le llamaba mano y la importancia de la boda se calificaba por su número. Al empezar la ronda voceaban: “Esta por parte de la madrina, esta por parte del padrino…”
Los repartidores tenían un centro de logística que solía ser la cocina y de allí salían para el reparto. A medida que avanzaba el agasajo aumentaba la bulla y el melote. Se usaban las mismas copas, que se llenaban hasta rebosar cada vez que se vaciaban.
Los niños ajenos al convite esperaban en la puerta a que algún conocido les diera un dulce, siempre que el donante ya tuviese hecha provisión para sus compromisos, pues era costumbre reservar algunas dulzainas en un pañuelo o en el bolso para familiares y vecinos que no habían ido a la boda.
Los jóvenes jugaban y bailaban en corros.
“¿Qué hace usted pobre viejo que no se casa, que se está usted arrugando como una pasa…?” “Que salga usted que lo quiero ver bailar, saltar y brincar…” “Estando el señor don gato sentadito en su tejado…” “De Cataluña vengo de servir al rey…”
“La gallina ciega”, Francisco de Goya.
Algunas de estas canciones eran acompañadas por el baile de una pareja. Iban saliendo por invitación de la pareja anterior al centro del corro. El varón invitaba a una hembra y ella a un varón. Un lenguaje de preferencias que no pasaba desapercibido a quienes presentían noviazgos. Con las manos al cuadril y enfrente uno del otro movían la cintura alternativamente a derecha e izquierda al son de las coplas, cogiéndose las manos al cruzarse en el centro.
Al día siguiente era la tornaboda. Por la mañana se iba a dar los días a los recién casados. ¡Vaya horitas! Allí invitaban a dulces y aguardiente de nuevo. También agasajaban a los vecinos a cuyas casas se dirigían los flamantes esposos.
Ese día había baile durante toda la jornada.
Al llegar la noche se dejaba entrar a los que no estaban invitados, pero debían abandonar el baile cuando los músicos entonaban el “Quinto levanta”. Era la señal para que permanecieran sólo los de la boda.
Mucho han cambiado los usos y costumbres desde entonces. Ahora las invitaciones llevan un número de cuenta bancaria y los banquetes son pantagruélicos derroches que dejan las arcas en tenguerengue.