Con sus ritos, costumbres, protocolos y servidumbres, la celebración de las bodas ha ido, como todo, evolucionando con el transcurrir de los años.
Los primeros recuerdos que conservo de estas celebraciones, finales de los cincuenta y principios de los sesenta, son referentes a la estancia de los niños y las niñas en la puerta donde se agasajaba a los invitados esperando a que nos dieran alguna dulzaina. Así probábamos algún mimo o alguna perrunilla, siempre que alguien de dentro nos conociera y ya tuviese hecha provisión para sus compromisos, pues era costumbre reservar algunos de los dulces en un pañuelo o en el bolso para los familiares y vecinos que no habían ido a la boda.
La mayoría de los enlaces se celebraban durante los meses de agosto y septiembre al final de la recolección de cereales, pues con los ingresos que proporcionaba su venta había que ayudar a sufragar los cuantiosos gastos que se originaban. El número de esponsales aumentaba los años de abundantes cosechas.
Las familias de los contrayentes pasaban los días previos con el lógico ajetreo que conllevaba preparar todos los detalles.
Había que tener cuidado de que nada fallara, sobre todo en lo que concernía a las invitaciones. La noche anterior, a pesar de estar ya avisados todos los invitados con suficiente antelación, los familiares de los novios organizaban sus grupos e iban de casa en casa recordando que la boda sería a la hora ya determinada. Era una breve visita que duraba el tiempo imprescindible para tal comunicación. Pero que no se olvidara a nadie porque podía ser motivo de no asistencia por los que, muy susceptiblemente, consideraban ese olvido como un agravio.
Si en alguna casa había una invitada soltera sin acompañante, pasaba algún familiar del contrayente correspondiente el día de la boda para que no fuera sola a casa del novio o la novia.
Iban acudiendo los invitados a la casa que les correspondía, según por parte de quien habían sido llamados.
Cuando se aproximaba la hora de la ceremonia, la comitiva de la parte del varón contrayente se dirigía a la casa de la novia, donde aguardaba ésta con sus invitados. Desde allí dándose el brazo la novia con el padrino y el novio con la madrina, iban a la iglesia para la ceremonia. En las esquinas los curiosos aguardaban para ver el paso del cortejo nupcial.
Acabada la celebración eclesiástica, se dirigían todos a la casa de la nueva esposa. Allí era el primer convite, generalmente de dulces y aguardiente. Pasaban los familiares con bandejas. Una con dulces y otra con aguardiente. La del aguardiente con una copa que se llenaba inmediatamente que alguien se la bebía. Vueltas y más vueltas y a medida que las rondas se iban sucediendo, las camisas de los que servían iban saliiéndose de los pantalones (“desatacándose”, que decimos por aquí ) y las bandejas llenándose de un melote pegajoso. Posteriormente todos los invitados llegaban a la casa del novio donde se repetían las operaciones descritas.
Esa noche cenaban todos los invitados en casa de la novia.
El día siguiente de la boda tenía también sus ritos. Era la tornaboda. Por la mañana se iba a dar los días a los recién casados. Los educados visitantes eran obsequiados de nuevo con aguardiente y dulces. También existía la costumbre, esa misma mañana, de que los padrinos se llegasen a la casa de los vecinos a ofrecer esos mismos presentes. Ese día los invitados del novio iban a comer la casa de éste y los de la novia a la de ella.
El día de la tornaboda había baile toda la jornada. Éste se empezó celebrando en la misma casa de los novios y años después empezó a hacerse en salones contratados para la ocasión.