Las mujeres no entraban en los bares. Solamente en días de fiesta iban con sus novios o maridos a sentarse en los veladores. Para beber, refrescos. No estaba bien visto que cataran vino. Los niños íbamos cuando nos mandaban a cambiar la botella vacía de la Casera por una llena.
Los hombres allí hacían tratos, concertaban trabajos, fumaban, bebían y vociferaban.
Muchos iban a diario, unas veces con la excusa de que tenían que ver a uno sin falta y otras a echar el fondo, costumbre que, aunque debilitada, se mantiene. Consiste en sentarse a beber vino en grupo pagando a escote y aportando unas pocas viandas traídas de casa que se ponen en medio de la mesa para compartirlas.
Había en el pueblo varias tabernas a las que se se solía ir con traje de faena al regreso del trabajo. Por las noches las frecuentaban veceros de pródigo libar. Una de ellas parecía sacada de una estampa de almanaque antiguo. Alumbraba el local una bombilla de mortecina luz suspendida de un madero por un cordón trenzado que en su día fue blanco y que las moscas habían ido poblando de pintas negras y el humo del tabaco vistiendo de amarillo.
El dueño del establecimiento era persona leída y sentenciosa, con gafas quevedescas y venillas en el rostro semejantes al mapa de una cuenca hidrográfica.
Llos clientes compartían confidencias y en ocasiones, pese al cartel colocado en la pared prohibiendo el cante, se cantaba. Por lo bajo, con los ojos entornados, una mano al aire marcando compás y otra en el hombro del compañero, que asentía moviendo la cabeza. Émulos de Pinto, Marchena o Molina. Amores despechados, que madre no hay más que una y a ti te encontré en la calle.
El vino desinhibido y generoso afloraba las frustraciones y anhelos de los tabernarios.
El regente, aparentemente ajeno, confesor y sabio, canturreaba detrás de la barra mientras limpiaba a rosca los vasos con un paño de color indefinido. Ante afirmaciones comprometedoras callaba o justificaba ¡Lo que tapan las tejas!, comentaba entre dientes al escuchar ciertas intimidades.
La fantasía, que el vino estimulaba, pintaba de colores los oscuros trazos de la vida en noches de parranda. Quimeras y aspiraciones que terminaban abriendo en canal el corazón sobre el manchado mostrador, como cantaba la Piquer.
Cuando la madrugada subía al nido del sueño el tabernero, centinela y sereno de la calle a oscuras, se asomaba a la puerta y pronunciaba su frase ritual, recuerdo quizás de alguna película de los años veinte: “París duerme”. Emparejaba la puerta para que los ruidos no molestasen el descanso del escaso vecindario y pedía moderación en el volumen de las gargantas.
Terminado el culto a Baco los componentes de la cuadrilla se desperdigaban por las calles solitarias, no sin rematar antes algunos flecos de las conversaciones inconclusas. Cada mochuelo a su olivo. Mañana sería otro día. Los primeros rayos de sol los sorprenderían en la lona de los sueños tras el directo al hígado de la noche anterior.