Las primeras veces que fui a la barbería me acompañaba mi padre. Mientras aguardaba la vez observaba el proceso del afeitado. El barbero pasaba la navaja por un asentador de dos tiras flotantes de cuero para suavizar su filo. Me llamaba la atención el sillón giratorio con base de porcelana blanca, palanca para subir y bajarlo y apoyacabeza adaptable, según estatura del cliente.
Enjabonaba los curtidos rostros de la gente del campo tras mojar la brocha en un pequeño cuenco y frotarla en el jabón de forma cilíndrica. Recias barbas parecidas a rastrojos tordos que la navaja barbera recorría con un ruido de siega. La diestra mano del fígaro, dedo meñique apoyado en la rabiza curvada, iba quitando la espuma y los pelos. Tras cada pasada la limpiaba en un gomero redondo. Con la mano libre de navaja extendía la piel. A mí me hacía gracia cuando les cogía a los clientes la nariz y se la movía para facilitar el afeitado del bigote. Era el único momento en que la expresión tocarle a uno las narices no conllevaba enfado.
Comencé a darme cuenta en la barbería de que las nieves del tiempo que empezaron platear mis sienes no eran solo una letra de tango. Caían mis primeras canas como copos sobre la capa, casi confundidos al principio con el pelo castaño y bruñido de la juventud. Fue aumentando su número con cada pelado, preludio de la gran nevada que se echaba encima con la edad.
Para los pequeños cortes que se producían en el afeitado utilizaban una piedrecita blanca y rectangular, la piedra de alumbre, que según supe más tarde estaba compuesta de sulfato de aluminio y potasio hidratado. Debía de desinfectarse sola porque pasaba de un pescuezo a otro sin más trámites intermedios.
De las actividades de los barberos- cirujanos medievales que realizaban trabajos médicos, como sangrías, permanecieron algunos usos y costumbres, como el poste cilíndrico con rayas rojas, blancas y azules y la bacía donde se remojaban las barbas y que señalan la ubicación de los establecimientos del ramo. Perduraron también las funciones de poner inyecciones y sacar muelas, como el de mi pueblo, que lo hacía además muy bien.
Cuando yo lo veía llegar a mi casa me ponía en guardia por ignorar las intenciones y herramientas que traía, si barberas o sanitarias. Como los médicos, contrataban igualas con los clientes con obligación de una pela mensual a domicilio. Hasta que no desenfundaba no sabía yo a cuál de las dos venía y andaba esquivo y desconfiado, atento por ver si encendía el alcohol en la caja metálica para hervir agujas y jeringas, en cuyo caso ponía tierra por medio, o sacaba los útiles de pelar.
En las vísperas de fiestas las barberías estaban especialmente concurridas. Los músculos del brazo que movían la máquina manual trabajaban a destajo, como si fueran las agujas de hacer punto las mujeres. Para terminar, el maestro humedecía la cabeza con el pulverizador, peinaba, pasaba el cepillo por el cuello y le echaba polvos de talco. Para los más sibaritas un poco de loción Floïd que estaba sobre la repisa. Sacudía la capa con restallidos y otro al puesto. El que marchaba se despedía: “Queden ustedes con Dios” y recogía la boina del perchero.