Bandera tricolor

 

De vez en cuando vuelvo a la casa de mis padres. De seis moradores que tuvo solo queda uno. Recorro sus habitaciones, patios y corrales y de cada rincón surgen recuerdos de las vivencias que conformaron mi infancia y juventud.

De los maderos de la cocina colgaban en esta época del año salchichones, chorizos y morcillas, agrupados por colores: rojos, grises y negros que el pimentón, la pimienta y la sangre les conferían. Una bandera tricolor que no necesitaba ningún himno para elevar la moral y poner las glándulas salivares a pleno rendimiento.

En las varas, sujetas del techo con tomizas, se oreaban la carne y los huesos adobados. En el suelo yacían, blancas y saladas, las dos hojas de tocino. El jamón también, con sal gorda y peso encima para que expulsara la sangre que pudiera quedar en su interior. Los colocaban sobre aulagas, traídas del campo sin cultivar, donde la liebre encama y el viento aguza silbos. Las traían en haces con los asnos para tostar al cerdo y servir de aislante.  A los veintiún días, como la incubación de los huevos de gallina, los colgaban para que se curaran con el aire fresco y seco. A la humedad se la combatía con candelas de llama para ahuyentar el silencioso poso del moho. ¡Cuánta gente se juntaba en las matanzas! Me embelesaba con las conversaciones que mantenían.

Aprendí algunos nombres de las partes del cerdo, según el matancero las iba extrayendo y yo, con mi curiosidad infantil, le preguntaba. El que más me asombró fue el de alma. Yo la asociaba al espíritu y, por tanto, la creía invisible. Pero no. Se hallaba en un lugar recóndito de su interior con forma de huso. Como había escuchado que si quieres ver tu cuerpo mata un puerco, aquel súbito descubrimiento hizo que intentara averiguar dónde se hallaba semejante pieza en el mío y si su color habría ido tornando a castaño oscuro a causa de mis pecados.

Otra denominación que atrajo mi atención fue el velo. Gráfica y acertada por su forma de red granulosa.

Desde entonces hasta ahora se han ido incorporando nuevas designaciones a piezas que entonces ni los matanceros habían bautizado todavía: lagartos, plumas, secretos, abanicos…

 

 

 

 

 

¡Qué diferencia de este con aquellos inviernos! He subido al doblado.  Ahora, solitario y frío, me ha producido tristeza. En un rincón están los lebrillos, las artesas, las varas y la máquina ELMA que se utilizaba para triturar la carne y llenar las tripas con la chacina. Esperan, como el arpa en la rima de Bécquer, las manos que nunca han de volver.

Imitando al inigualable don Francisco de Quevedo, he intentado expresar con los versos siguientes la decadencia de las matanzas caseras.

Entré en mi casa: vi que los maderos/conservaban las puntas solitarias/donde en tiempos colgaban las chacinas. /Añoré de sus usos, los pucheros/y sentí que costumbres centenarias/hayan abandonado las cocinas.

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