Los días de fiesta había baile. Las más de las veces el grupo musical se componía de un saxofonista y un batería. Los días de abolengo más festivo había también matiné. Para empezar con buen pie, “La morena de mi copla” que pintó Julio Romero y que hicieron pasodoble Jofre de Villegas y Carlos Castellano. La pieza, número de canciones que tocaban entre cada receso, terminaba con un vibrante toque de platillo.
Las mujeres en una parte del salón y los hombres en otra. Con los primeros compases comenzaba el cortejo para conseguir pareja. Ellos, dispuestos, salvaban distancia y llegaban al grupo. Ellas, atentas, charlaban y observaban con disimulo. La invitación, bisílaba y directa, podía recibir respuesta negativa y entonces había que andar con tiento y no precipitarse. Repetir solicitud a otra pretendida próxima podía añadir a la negativa la respuesta ofendida de no ser plato de segunda mesa. Casos hubo.
Las más solicitadas concedían bailes con dos o tres piezas de antelación. ¿Bailas? Tengo pareja. ¿Y para la siguiente? También. Pues entonces para la otra. No, porque ya será tarde y tengo que irme. ¡Vaya!
Las mujeres tenían por costumbre bailar entre ellas. Llegaba entonces la ocasión de elegir a dúo. Dos mozos, pactada la elección, se dirigían a ellas para invitarlas a bailar. Llamaban a esto partir pareja.
Normalmente se cambiaba en cada pieza. Bailar dos seguidas con la misma persona suponía una singularidad que no pasaba desapercibida y si eran tres, los augurios se daban por cumplidos. Allí había un comienzo de noviazgo.
El contacto corporal se limitaba a lo estrictamente necesario para acompasar la música al movimiento. Una mano al talle y la otra a la mano compañera o las dos al talle, que también fue licencia consentida.
Retener una mano valía un imperio y rozar la mejilla gozar del paraíso. Más contactos eran conquistas dependientes de tiempo y afecto. Para salvaguarda y barrera estaban los brazos de la mujer sobre el pecho del varón. Una leve aproximación suponía un avance en el lenguaje corporal y preludio de aceptación de futuras confianzas.
En los pueblos, tan propensos a buscar imágenes del medio natural, cuando un joven pretendía a una muchacha se decía que le arrastraba el ala, símil columbino de cortejo. El baile era de las pocas oportunidades que había para demostrarlo.
Lo que no faltaban eran vueltas y revueltas con más o menos garbo y arrastre de pies de punta a punta del salón. Vaivenes de hombros, cada cual con peculiar estilo, que ya quisieran para sí cofradías de costaleros para mecer imágenes con brío.
Al final de la noche los grupos de amigos se reunían en el bar. Al calor del vino comentaban impresiones e incidencias de la jornada. Éxitos o decepciones, la duda que dejó aquella palabra ambigua de la despedida, la mano retenida un poco más de lo corriente entre canción y canción… Ciertas noches terminaban con serenata a las jóvenes cuya belleza o donosura habían calado en el corazón de algunos de los los reunidos.