Cincuenta años son pocos para las pirámides, pero muchos para las personas. Y esa cantidad nos contemplaba aquella mañana de mayo a los antiguos compañeros que íbamos llegando a las puertas del Seminario para celebrarlo. La mayoría con menos pelo, canoso a los que les quedaba, peso sobrado y arrugas en la piel.
Fue buena idea de la organización, a cuyo frente estaba José María Cerqueira, la de colocarnos una tarjeta identificativa en el pecho con nuestro nombre porque sin ella muchos no nos hubiésemos reconocido. Incluso después de leerlas nos extrañamos de que aquel que teníamos a dos palmos fuese el mismo compañero de pupitre y de juegos. El paso del tiempo hizo su trabajo de barbería, arrugado y engorde.
Recorrimos clases, patio de recreo, capilla, comedor, sala de juego y dependencias donde compartimos, alegres unas veces, tristes otras, muchas horas. Como suele suceder los espacios nos parecieron más pequeños. Habían desaparecido algunos y estaban transformados otros.
A cada uno nos fue la vida de forma diferente. Nos unía el tronco común que compartimos aquellos años tan lejanos ya y aquel edificio que se erguía delante de nosotros. Nuestras creencias pasaron el tamiz de la madurez y el crecimiento. Rebeldes, consolidados en su fe o escépticos allí estábamos buscando las huellas en la memoria de esos niños y adolescentes que fuimos.
Esta semana pasada leí que a los cuatro seminaristas mayores que quedan en el Seminario los van a trasladar a la Universidad Pontificia de Salamanca con el fin de que obtengan una mejor y más completa formación. No es sostenible una infraestructura de profesorado e intendencia para tan escaso número. Como curiosidad, en el curso 1963/64 había matriculados 95 alumnos en el Seminario Mayor y 276 en el Menor.
Allí sigue el edificio, símbolo de una dilatada época y lugar de formación de muchos extremeños. Ahora con el silencio entre sus muros, entonces bullicioso.
Nos asombró su soledad en nuestra vuelta, a pesar del Colegio Diocesano que tiene allí su ubicación.
En los años sesenta se erigía prestante y vistoso. Solamente acompañado por su flanco derecho de una fila de chalets que llegaban hasta la carretera de Portugal. No existía el polígono el Nevero en la parte de atrás y por delante solo estaba construida la infraestructura de calles y puestas algunas farolas. El puente Nuevo y el Viejo lo comunicaban con la ciudad.
Aparte de los profesores, recordamos a Manolo, el encargado de ir todos los días al centro para traernos los encargos que le hacíamos. Francisco Franco, el portero, que tocaba la campana en un rincón del hermoso patio porticado de columnas. Al barbero que venía de Badajoz y al vendedor de barquillos de canela que se ponía en la puerta del patio de recreo donde jugábamos.
Al leer la noticia he sentido que Francisco, el portero, cerraba la puerta como cada noche, pero esta vez por un tiempo indefinido.