Las personas mayores envejecían en sus casas cuidadas por sus hijos. Principalmente eran las mujeres las que cargaban con esta responsabilidad.
Llevaban estas en el reverso del carnet de identidad las siglas S.L. que las anclaban a sus labores, como si fuera una obligación exclusiva de su condición femenina. Deberes que la costumbre y la sesgada educación imperante les imponían. Sus Labores. El determinante posesivo ‘sus’, ambivalente y equívoco, abarcaba a lo propio y a lo ajeno. Sus, de ellas y de ellos.
Pero no está bien generalizar y no hacer mención de casos de varones, como el del amigo que dejó su trabajo antes de la edad de jubilación para poder atender a su padre. Me recordaba un paisano hace unos días que él y sus hermanos están haciendo ahora con su madre lo que ella hacía con ellos cuando visitaba sus habitaciones antes de retirarse a descansar. Comprueban que todo está en orden y que se ha tomado las últimas medicinas del día.
Hace años ingresar en un asilo a un padre o una madre originaba un cargo de conciencia a los hijos. Era como abandonarlos en la última fase de sus vidas. Fundamentalmente el amor, pero también el remordimiento que ello suponía y la reprobación social de los vecinos, hacían que no se tomara esa decisión. No estaba bien visto.
En estas instituciones acogían a quienes no tenían parientes que los atendieran y a personas con pocos recursos, como aquellos pobres con el título de solemnidad grabado en sus pómulos prominentes. Desconozco el funcionamiento de cada uno de estos centros, el trato que recibía cada interno y la eficacia de quienes se encargaban de su gestión. Por eso, ni juzgo ni generalizo. Lo que sí sé, por lo antedicho, es que no era la opción preferente para las familias.
Pero el tiempo muda usos y costumbres. “Tiempo, que todo lo mudas, /tú, que con las horas breves/lo que nos diste, nos quitas, /lo que llevaste, nos vuelves”, escribió don Francisco de Quevedo.
Las mujeres trabajan fuera de sus casas en oficios y profesiones.
¿Quién cuida entonces a los ascendientes?
Un considerable número de cuidadoras, muchas de ellas inmigrantes, han encontrado trabajo atendiendo a personas mayores. Pasean sus soledades (otra vez el ‘sus’ ambivalente) por las calles de nuestros pueblos y ciudades. Las administraciones aportan ayudas por horas, centros de día y de noche, servicio de comida a domicilio, tele asistencia…
Se precisan residencias que sean parecidas a un hogar, que se pueda entrar y salir de ellas y que estén cerca de donde se vive. Noticias como la de las hormigas recorriendo el cuerpo de una anciana en Portugal no ayudan al optimismo. Esperemos que sean casos puntuales, pero si acuden, que sean de las aladas, esas que levantan vuelo con las primeras lluvias del otoño y que nos saquen de paseo por las auras templadas del mediodía.