Desde los torreones del edificio del Seminario veíamos salir el sol por la Alcazaba y la torre de Espantaperros. No existían entonces edificaciones cercanas que obstaculizaran esta estampa de singular belleza. Por la parte de atrás el Seminario limitaba con el campo abierto. Sólo por su flanco derecho había una fila de chalés que llegaban hasta la carretera de Portugal. Entre ellos se encontraba el antiguo campo del Vivero.
Las tardes de los domingos que había fútbol nos llegaban los jubilosos gritos de los goles o los silbidos de desaprobación. Uno de aquellos años ascendió el C.D. Badajoz de categoría y fueron prolongados el clamor y los estampidos de los cohetes. Recuerdo los nombres de algunos jugadores de entonces, como Alcaraz, Cabello, Pachón, Pereira…Con este último-quién iba a decírmelo- coincidí en el C.D. Santa Marta cuando él ya jugaba por pura afición.
Badajoz despertaba lentamente del letargo y de los años de plomo y olvido. Las motos rompían el silencio al despuntar el día cuando los obreros se dirigían a sus trabajos. Se veían más motocarros que camiones atravesando los dos puentes. Olía a calamares fritos en los kioscos de san Francisco y en el bar de los Corales, el café “Camelo”, traído de estraperlo del país vecino por rutas que los estraperlistas frecuentaban, circulaba camuflado en cajas y bolsas y afloraba en ofertas en cualquier esquina en la voz queda y precavida de los vendedores. Si eran descubiertos se lo requisaban. Guardias de uniforme azul con cascos y correajes blancos dirigían la circulación y por las calles se veían militares de uniforme y curas con manteos. El bar “La Marina” era lugar de encuentro de personas conocidas de la sociedad local y aspirantes que tomaban café a media mañana o se sentaban por la tarde en su terraza. Por la Plaza Alta los gitanos con el “cutis amasado con aceituna y jazmín”, fina vara de mimbre entre las manos y clavel en la solapa tarareaban canciones de Porrina, el cantaor de Zalamea adoptado por Badajoz. “…porque me empezó a llover, ¡ay si la tarde está buena!”. En tiendas y autobuses proliferaban pegatinas con veinticinco años de paz sobre la efigie de Franco.
Los otoños lluviosos se anegaban las casas de las Moreras bajo el puente y en las tardes azules escamas de sol dorado cabrilleaban en el agua del Guadiana que enfilaba el camino de Portugal componiendo magníficas postales vistas desde el puente Nuevo.
A los seminaristas nos sacaban de paseo los jueves por la tarde, a Palomillas, una finca de eucaliptos lindera por la izquierda con la carretera de Portugal o circunvalábamos la ciudad por la carretera de Madrid. Íbamos en formación de ternas con sotana, beca roja sobre los hombros y birrete en las cabezas. Los transeúntes nos miraban con una mezcla de asombro, cariño y compasión.
Dos o tres veces durante el curso nos llevaban a la catedral a algunas efemérides importantes y nuestros ojos infantiles, esponjas vírgenes, captaban asombrados la vida que bullía fuera de aquellas paredes.