Aplaudir es palmotear en señal de aprobación o entusiasmo, según el diccionario de la RAE. A lo largo de la historia han existido otras formas de manifestar júbilo o respaldo. Los romanos hacían chasquidos con los dedos o agitaban las solapas de sus togas.
Hay aplausos provocados por la emoción, otros se conceden por cortesía. Por adular, muchos y algunos, por miedo. En los debates parlamentarios los que dan los componentes de una formación a sus líderes suenan a bofetadas en las caras de los adversarios.
Los dictadores siempre han sido amantes de los halagos que inflan sus nunca satisfechos egos. Los primeros en dejar de aplaudir pueden verse acusados de desafección o deslealtad. Alexander Solzhenitsin relata una anécdota a este respecto en su obra Archipiélago Gulag con relación al déspota Stalin. Quien primero dejó de aplaudir fue represaliado.
Las palmadas individuales se batían antes para llamar al camarero. Ahora son casi siempre irónicas, lo que puede ocasionar tarjeta roja en un partido de fútbol o hacer el ridículo si te despiertan de un codazo durante una representación. También si aplaudes equivocando el fin de una interpretación musical.
El aplauso genuino es espontáneo y coral. Sirve de medio para canalizar emociones contenidas. Contagia y anima. La energía liberada por cada uno se une a la de los demás, formando una unidad.
“El aplauso puede ser un mensaje, un empeño, un galardón, pero también una lástima, un golpe de ironía…De todos modos, uno los colecciona: cuelga algunos en el corazón y otros en el perchero” (Mario Benedetti).
Significa reconocimiento y aprobación a un buen discurso… o alegría porque el orador ha terminado una insoportable perorata.
Empieza a veces como el arranque de un motor que está frío hasta que unos cuantos contagian a los demás.
Los más solemnes se dan puestos en pie. Tienen el peligro de que crean una burbuja que impide escuchar lo que sucede un poco más allá. Ceaucescu, confundió los silbidos con aplausos y del balcón del palacio de Bucarest fue directamente al pelotón de fusilamiento.
Una degeneración del aplauso espontáneo es el que hacen los palmeros. No los que acompañan al cante y baile flamencos, que eso es arte, sino el de los figurantes que aparecen detrás de los líderes en los mítines. Aplauden y asienten con la cabeza, mostrando la conformidad inquebrantable a cada párrafo del admirado líder, el que repartirá prebendas si se gana. Quieren que los demás formemos coro con ellos, por eso del contagio.
En siglos pasados existió la claque. Grupo de personas que asistía a un espectáculo con el fin de aplaudir en momentos señalados. Eran conocidos como mosqueteros o alabarderos. También los que se dedicaban, pagados por la competencia, a silbar o abuchear. Entraban gratis a la función. Podían provocar un triunfo o un desastre, pero también distraer la atención en un momento preciso. Su finalidad era manipular al público. ¿Les suena?