Según la mitología griega, Pigmalión esculpió en marfil a una bella mujer a la que llamó Galatea. Consiguió tal perfección y belleza que se enamoró de ella. Rogó a los dioses para que le dieran vida a la escultura. Afrodita premió su trabajo y atendió su petición otorgando atributos humanos a su obra.
De este relato los exegetas han extraído dos conclusiones. La primera es que las expectativas que tienen unas personas sobre otras influyen en la manera de comportarse estas, positiva o negativamente. Constituye un estímulo saber que los demás esperan de ti que consigas una meta. Un ejemplo clásico es el del maestro que convence a sus alumnos de que son capaces de alcanzar sus objetivos. Quieren hacerse merecedores de la confianza que depositan en ellos y procurarán poner los medios adecuados para no defraudarla. Es el conocido como efecto Pigmalión
La segunda es el efecto Galatea. Creer en nuestras posibilidades y en ser capaces de alcanzar lo que nos proponemos. Es la autoestima con la que levantamos vuelo y superamos las dificultades.
En sentido negativo conducen al desánimo y a la frustración. No hay frases que destruyan psicológicamente más que las que humillan o desprestigian: ‘No llegarás nunca a ningún sitio’. Un tremendo error que hemos podido cometer alguna vez y que debemos evitar.
Ambos efectos se complementan e interactúan.
Merecen reconocimiento y aplauso quienes desempeñan su trabajo con eficiencia y realismo. Pero también puede ocurrir que algunos perciban distorsionado y con interferencias el mensaje y yerren en su interpretación.
Alrededor de los personajes que alcanzan fama y poder hay siempre aduladores que, buscando medro, crean una burbuja que aísla a los halagados de la realidad y acrecientan desproporcionadamente sus egos.
Les ríen las gracias a sus insulsas ocurrencias y les ponen alfombras para ocultarles las piedras del camino. La venda de los halagos y un narcisismo enfermizo los ciega. Tienen que ser muy inteligentes y tener muy claros sus principios para no sucumbir a los encantos de las lisonjas. Los más necios empiezan a creerse superiores e insustituibles y a comportarse arbitrariamente. Cuando se les quiere parar es demasiado tarde.
Los tiranos nacieron en este caldo de cultivo. La democracia, afortunadamente, tiene remedios, mientras no la maleen, para abortar esos engendros.
Un repaso a la historia pasada y reciente nos ofrece numerosos ejemplos: caudillos, represores con ropajes democráticos, líderes supremos, guías espirituales con la mano extendida señalando el camino a sus pueblos…
El dictador rumano Nicolae Ceausescu pronunciaba un discurso el 21 de diciembre de 1989 desde el palacio presidencial de Bucarest. No se dio cuenta que las termitas habían carcomido la base de su pedestal y saludaba a la multitud creyendo que lo aclamaban. No eran aplausos, sino abucheos. Cuando le avisaron ya era tarde. El oficial del ejército que lo acompañaba lo despertó del sueño. “Señor presidente, hay una revolución aquí fuera. Usted está solo. ¡Buena suerte!”.