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Antigua Semana Santa,
la de los bares cerrados
al paso de los cortejos.
La del toque de matraca
que anunciaba los sermones
a las parejas de novios
que estaban por los Mesones.
La de los santos tapados,
con las túnicas moradas,
oficios del Jueves Santo
con comuniones masivas
y vela de madrugada.
Visita a los Monumentos
en la mañana del viernes,
Santo Entierro por la tarde
y la Soledad de noche
con el silencio y las velas
y a su luz las caras bellas
de mocitas deseadas.
Sermón de siete palabras,
siete largas parrafadas
que los curas enhebraban
en encendidos sermones.
Los monaguillos bostezan
en los bancos del altar
y las personas adultas
con caras de circunstancias
siguen el ritmo elocuente
del exaltado orador
dando alguna cabezada.
¡Domingo, Resurrección!
Repiques al vuelo alegres,
don José con voz en grito
cantando el “Resucitó”.
¡Alabarderos, uncíos
a la espada y la alabarda
que en la mitad de la calle
se producirá el Encuentro
de esa madre con su hijo !
Después de la procesión,
en la puerta de la iglesia
daban el agua bendita
para echar por los rincones
y espantar a Lucifer.
El agua que tú llevabas
se convertía en sagrada
cuando allí te la mezclaba
el bueno del sacristán
en la cuba de metal.
¡Milagro al simple contacto!
Las rosquillas y las bollas
rodando por los ejidos.
Y en la jira, como siempre,
“diviértanse honestamente”.
Ignoraba el viejo cura
que con los trigales altos
se levantaban enhiestos
los ánimos de los mozos
buscando a las amapolas
entre los campos abiertos.