Amor y muerte

 

 

 

 

 

 

 

Cuando somos jóvenes las vegas fecundas del amor están labradas para que cualquier simiente enraíce.  Hasta de inhóspitos eriales las trae el cálido viento de las glándulas a las feraces tierras de la mocedad.  Un gesto, una mirada, un roce son suficientes. Tan impulsiva como efímera es la atracción en ocasiones. Lo que queda después, si no se agosta, es el amor sereno.

En mis tiempos de estudiante aparecía el encerado de la clase con frases de amor copiadas de poetas. “¡Hoy la he visto…la he visto y me ha mirado…, / ¡hoy creo en Dios!” O la de las golondrinas, también de Bécquer, que nunca más volvieron. Una pavera inacabada.

Cada edad tiene sus formas de amar.  Desde la pasión adolescente a las caricias de la vejez, arrugada la piel, pero tersa el alma.

No sé cómo fue su declaración de amor, si por medio de carta, de una fiesta o bailando un bolero. Ignoro si intervino alguna celestina casamentera.  Pudo también ser un matrimonio de conveniencia y el afecto llegó después con el roce y el trato.  Dicen que a veces duran más que los de contigo pan y cebolla.

Como fuere, la unión resultó muy duradera.  Envejecieron juntos bajo el mismo techo.  Vivían solos y se ayudaron uno al otro hasta que no pudieron valerse por sí mismos. Aquella tarde en que murió ella, él yacía enfermo en la cama, vencido el cuerpo por la edad y el duro trabajo del campo, guerra incivil por medio.

 

 

 

 

 

 

 

No había aún tanatorio en el pueblo.  La primera noche de la eternidad se pasaba en casa. El féretro con una vela a cada lado, en una habitación en penumbra.  

A la tarde siguiente sonaron dobles de campanas a lo lejos, señal de que el cura con el sacristán y monaguillos venían ya calle abajo a llevarse a la difunta.  De la sala sacaron el ataúd. Al pasar por delante del dormitorio donde estaba su marido, este pronunció unas palabras que conmovieron a todos los presentes: “Adiós, compañera, volveremos a encontrarnos pronto”.  El sacerdote desde la puerta asperjó la caja con el hisopo.  Se produjo un profundo y emotivo silencio.

Pensarán ustedes, amables lectores, que vaya temita les traigo el día de san Valentín.  Mas no hay contradicción ni despropósito. Estar enamorado no es un estado exclusivo de la juventud. Tiene vocación de permanencia.  Lo dicen los poetas, como Francisco de Quevedo: “…serán ceniza, más tendrá sentido/polvo serán, más polvo enamorado” y emana del sentir del pueblo: “Hasta después de la muerte, te tengo que estar queriendo, que muerto también se quiere. Yo te quiero con el alma y el alma nunca se muere”. Terminada la vida y cumplida su función la parca, queda el amor, compendio de toda una vida. Inmortal por los siglos de los siglos. Lo que sea el alma que lo averigüen científicos, filósofos, místicos o ascetas.

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