Ya hace diecisiete años que no pasan los quintos por las calles juntando lluvia y barro en sus canciones con el retratito de su moza en la cartera, junto al pecho, donde se guardan los tesoros más queridos.
En noviembre se celebraba el sorteo. Cuando yo era pequeño los quintos llevaban escritos en sus espaldas con tiza blanca los destinos que les habían correspondido. En los padres quedaba la preocupación por su suerte, sobre todo si les había tocado África. En la memoria de los más viejos aún echaban humo y olían a pólvora los desastres del Barranco del Lobo y Annual. “Ni me lavo ni me peino/ni me pongo la mantilla/hasta que venga mi novio de la guerra de Melilla”. Claro que en aquella época los patriotas adinerados pagaban para que otros tuvieran la oportunidad y el honor de alcanzar medalla y féretro en las guerras.
Mi padre, de la quinta del cuarenta y cuatro, hizo el servicio militar en Segovia y Madrid. El año de la leva es, además de referencia para muchas personas que averiguan así el año de nacimiento, una fecha sentimental. Decir ‘ese es quinto mío’ o ‘fulano sirvió conmigo’ es como expresar un grado de parentesco entre personas de diversa condición que han compartido vivencias y parrandas cuando la vida asoma pletórica por las costuras de la juventud.
Regresó mi padre muchos años después a la capital de España y aprovechó el viaje para intentar encontrar lo que ya no estaba. Yo le acompañé. Era mi primer viaje a la ciudad, rompeolas de todas las Españas, como la calificó Antonio Machado.
No me dijo nada, pero yo sabía que buscaba los sitios por donde había andado en sus tiempos de soldado. Miraba confuso hacia arriba, girando la cabeza hacia torres y edificios altos para localizar referencias. Aquí había una taberna, allí una tienda de comestibles… pero estaba todo tan cambiado que le resultó difícil anclar su memoria en el pasado. Creo que sintió como si le hubiesen robado algo que le pertenecía, como pez en una ciudad sin agua que buscaba, difuminadas las malas vivencias por el tiempo, lugares donde, a pesar de todo, fue feliz a su manera e hizo amigos que perduraron hasta la muerte.
Uno de ellos nos invitó a toda la familia a la boda de su hijo a Guadalupe. Era de Castilblanco y se llamaba Cristeto Casasola. En el abrazo que se dieron al lado de la fuente que está enfrente de monasterio había un aprecio sincero y una emoción contagiosa.
Yo he vuelto también a Sevilla, a la avenida de la Borbolla, cerca de la hermosa plaza de España. Allí estaba el cuartel de Ingenieros, con sus dos garitas de torres almenadas a la entrada. El edificio, en el que vivió Luis Cernuda, se conserva perfectamente, dedicado a otros usos por el ejército. En el recuerdo están los buenos y malos ratos y muchos amigos a los que no he vuelto a ver. Sentí, como mi padre, que el tiempo me hurtó algo.
El día que nos licenciaron y nos entregaron aquella cartilla blanca, tan evocada en coplas, gorra de granito al aire, jubilosamente, al grito de rompan filas, experimenté también un poco de pena por la despedida porque sabía que la mayoría no volveríamos a vernos nunca más.