Casi todos nos hemos encontrado alguna vez después de muchos años con un amigo, un compañero de estudios o de trabajo y nos hemos asombrado de los cambios producidos desde la última vez que los vimos. El mismo asombro que habrán experimentado ellos al vernos a nosotros.
Nuestro cuerpo tiende a disminuir esbeltez, redondear siluetas y destacar prominencias. La tez pierde tersura y gana arrugas, la cabeza blanquea o se despuebla. El pecho disminuye su prestancia y la barriga descuelga su flacidez en la baranda del cinturón. Solo los ojos mantienen la identidad con el pasado.
Con estas transformaciones resulta explicable la sorpresa que nos produce encontrarnos con quien no vemos desde hace mucho tiempo.
Me pasó con un amigo. Superponer la imagen que se guarda desde la infancia con la de la madurez resulta difícil cuando en medio hay un montón de años que no se han compartido.
Cuando volvimos a encontrarnos nos saludamos con efusividad sin dejar de mirarnos de hito en hito, intentando tender un puente entre el pasado y el presente.
Hablamos de nuestras correrías por el campo en busca de grillos, del gateo a las moreras para coger moras; de los partidos de fútbol en el prado de la fuente hasta que el crepúsculo diluía sus tonos rojizos en los grises del anochecido, cuando ya en el pueblo habían encendido las luces de las calles.
La búsqueda de peces en las covachuelas del arroyo y la captura de renacuajos cuando asomaban a la superficie del agua su grácil cola y sus boquitas redondas y abiertas. El asombroso proceso de su transformación fisiológica lo teníamos a la vista. No necesitábamos dibujos ni esquemas. En los dos arroyos que se unen al lado de la escuela estaba nuestro observatorio.
Las libélulas y caballitos del diablo con sus hermosas alas extendidas se posaban para nuestro asombro en los juncos cercanos.
Las siestas y el miedo que no inculcaban con el tío de la sangre para que no saliéramos al campo a esas horas de plomo y calima.
Con la bicicleta ideamos un juego. Uno la conducía y el otro, sentado en el portamaletas con los ojos vendados, tenía que averiguar después de muchas vueltas en qué sitio nos encontrábamos. En el manillar, una ‘revolandera’ que construíamos nosotros mismos con cartulina, un palito y un alfiler. El viento de cara calle abajo la hacía girar velozmente.
La vida ha dejado sus huellas en cada uno de nosotros. Nos fue forjando con lágrimas y vinos, con alegrías y penas.
Cada uno siguió su camino y enraizó en lugares diferentes. Ese día que volví a encontrarme con él nos interesamos por los hijos, por nuestras familias, por nuestros trabajos… En esas preguntas y respuestas, cargadas de emociones, resumimos varias décadas de ausencias. Pero ya no éramos los mismos porque la vida es un proceso continuo de pérdidas y cambios.
Cuando nos despedimos y llegué a casa intenté encontrar, mirándome al espejo, lo que quedaba en mí de aquel niño. Recordé la letra del tango de Carlos Gardel, ‘Volvió una noche’, donde después de contar la decepción que le produce el reencuentro con su amante: “Y tuve miedo de aquel espectro…” vuelve la mirada hacia él: “Había en mi frente tantos inviernos/que también ella tuvo piedad de mí”.
Me encanta Juan Francisco! Precioso relato de vivencias, recuerdos y cargado de nostalgia.
Me alegra que te guste el artículo, José Manuel. Muchas gracias por tu comentario.
Precioso artículo, Juan Francisco. ¡Cuánta verdad y nostalgia!
Muchas gracias, Mary Paz, por tu comentario.