Para Antonio Solano y Sonsoles Vidal, hallador y sabueso tenaz, respectivamente.
Cuando un escritor publica una obra, ésta escapa a su control. Ya no es suya. Los sentimientos y las sensaciones que la inspiraron se recrean en cada lector de forma distinta.
Se expanden como aroma de jazmín de otoño después de haber llovido y se multiplican como la imagen en un espejo roto. Pasan los ejemplares de mano en mano con desigual suerte. Algunos quedan olvidados en los anaqueles de las librerías, depositarios de polvos que sólo de tarde en tarde serán removidos. Dispar fortuna de la vida impresa, olvido y quizás algún maltrato para otros.
Sólo los ejemplares afortunados llegan a disfrutar los mimos y cuidados de un espíritu sensible.
Una mujer, de probables costumbres solitarias y tal vez de aparente vida monótona, fue dejando en el regocijo de su intimidad a impulsos de corazón y lápiz, fechas, citas, confidencias y comentarios en los ribetes blancos de las páginas de un libro, estableciendo una especial relación con el autor a través de su obra.
Muchos años después en un puesto de venta callejera un amante de libros antiguos adquiere el ejemplar y descubre sorprendido la relación idealizada de la lectora con su autor a través de estas cálidas anotaciones.
Fue, quizás, platónica querencia, pasión rumiada en los renglones sugerentes de la lectura en el rincón favorito de su casa. Sentimientos guardados como flor seca entre sus páginas que en su día reconfortaron su corazón solitario y volvieron a la luz para gozo y deleite de quienes lo compartimos. La evocación volvía a recrearse en cada uno de nosotros.