Para despertar alondras en los surcos de la tierra hay que salir con las dos luces del alba, andar presto con la claridad difusa del crepúsculo en la sierra. Enfrentar la cara al viento que anuncia lluvia temprana cuando cabalga bravío a lomos de potros negros. Para despertar alondras en el lecho de los sueños hay que quebrar las estelas que deja la madrugada entre encinas y alamedas, pisar terrones de alfombra sobre el colchón del silencio con las últimas estrellas cubriéndole la cabeza a los fríos del recencio.
Pero se levantan pocas en estos últimos tiempos cuando pasan los labriegos de camino a sus trabajos y los cazadores van con sus perros cazando al salto.
Hace bastantes años abundaban los furtivos que colocaban ballestas camufladas en las hazas. Al aire sólo el señuelo que en tiempos otoñales después de las primeras lluvias eran hormigas de alas, capturadas tras su breve viaje nupcial. Las cogían y las guardaban en botes para ir utilizándolas poco a poco. Si no las había usaban cereales o lombrices como cebo.
Estaba prohibida esta actividad, claro, pero la necesidad obligaba más que el temor al seguro decomiso de piezas capturadas y ballestas. Una vez colocadas se alejaban discretamente del lugar a una loma o al resguardo de las paredes de un cortijo desde donde observar sin levantar sospechas. Al final de la mañana o de la tarde, siempre precavidos con vista larga y oído alerta, recogían trampas y caza. Las vendían a particulares o a los bares por docenas. Los camareros anunciaban su venta con rebuscados nombres en las pizarras para evitar posibles denuncias. Los veceros y clientes de confianza recibían información con sigilo, que nunca se sabía quién podía estar escuchando.
Las noches de verano sin luna eran propicias para ir a cazar pajarillos a las alamedas, gorriones por lo general. Cuando estaban dormidos se les buscaba con una linterna entre las ramas. Si hacía fresco dormían en las partes más bajas de los árboles y era más fácil su captura. Acompañaban la caza con tañidos de un cencerro. Yo no comprendía bien la finalidad hasta que me lo explicaron. Servía para suplantar al del ganado y confiar a los pobres pajarillos. Al mismo tiempo con los toques se ocultaba el piar de los que eran cogidos para no espantar a los demás. Había que estar, no obstante, alertas para no ser descubiertos, requisados y multados pues una luz en la noche se ve a mucha distancia.
Ya no existen ballesteros ni que yo sepa se va de noche a cazar pájaros porque hay más vigilancia, más temor a las multas, más concienciación y un cambio en las condiciones de vida. Y aun así se levantan pocas alondras al paso. Escasean también desde hace unos cuantos años otras pequeñas aves, como las cogujadas (“cogutas, por aquí). En ciertas ocasiones he encontrado por el campo ejemplares muertos sin presentar heridas. Quizás los productos químicos matan más que las ballestas, en silencio sin linterna y sin cencerro.