En el fondo del pozo yacerán como pecios de barcos de cristal algunas botellas que, caídas de la canasta de mimbre, naufragaron en su travesía vertical hacia la luz.
Las manos cuidadosas de quien esperaba recompensa con un reconfortante trago que aliviara la sed y levantara el ánimo al regreso del trabajo, la bajaban con cuidado hasta las zonas sombrías del agua callada. La conducción del timonel evitaba el encalle en los salientes o el vuelco de la nave en su periplo. Allí quedaba hasta el mediodía, suspendida de una cuerda atada en la parte interna del brocal. Era una de las formas de aliviar los calores de la canícula.
A falta de red pública de abastecimiento los pozos de aguas llovedizas o de manantiales que había en casi todas las casas se utilizaban para aseo personal, limpieza doméstica y como neveras. En otras latitudes, desde tiempo de los romanos, construían neveros para conservar la nieve caída en invierno y obtener hielo prensándola. Por aquí, a falta de nieve, se aprovechaba el frescor que proporcionaban su profundidad y el resguardo del sol.
Los campesinos, cuando llegaban sudorosos al anochecer después de un día de intenso trabajo, llenos de polvo de los caminos y de pajas de las eras, sacaban del pozo varias cubas y se las echaban por la cabeza en los corrales.
A los niños nos la ponían a calentar al sol cerca de la pared que daba al poniente y de ahí, al caer la tarde, a nuestros cuerpos que la recibían con saltos jubilosos.
En las cantareras, situadas en los lugares más frescos, se colocaban los cántaros y el botijo para que la corriente de aire que atravesaba la casa desde la calle al corral los refrescara.
Pero yo no he probado agua con la temperatura más agradable que la que se conseguía cuando en las noches de verano se dejaba el pipote al sereno. Un frescor a las puertas del frío, sin llegar a traspasarlo. Para que no le entrase ningún insecto se le tapaban la boca y el pitorro.
Juan Diego traía de la fábrica de Berlanga barras de hielo en el portamaletas de su bicicleta, envueltas en sacos con paja para que no se derritieran por el camino. Se las encargaban algunas familias para trocearlas y ponerlas en cubas o lebrillos cuando tenían alguna celebración especial en sus casas. Allí se enfriaban las bebidas. A los niños nos gustaba coger trozos a escondidas para chuparlos como si fueran polos.
Las primeras neveras de madera que hubo en los bares funcionaban también con estas barras. Se colocaban en el compartimento superior y desde ahí irradiaban el frío a todo el habitáculo, sin conexión eléctrica ni baterías.
Las casas de labranza tenían una franja central de rollitos por donde entraban y sacaban a las bestias. Al mediodía los regaban. Se corría el cortinón de la puerta del corral y la casa quedaba en un agradable estado de fresca penumbra, aislada de la flama que fuera incendiaba el aire.