Algunos recuerdos de Llerena.

barberíadomingo.

A Domingo, que tenía la barbería en la  esquina de la  calle Armas con la calle Santiago, lo conocí un día que entré a su local para pelarme.  Se reunían allí colegas de la pitanza y el tonel, de beber hondo y pausado, a los que poco agobiaban los tictac de las horas cuando en buena armonía compartían charla y buen vino, como su amigo don Luis, alias   “El Corcha”, sin ánimo de ofender y sólo a efectos identificativos.

Pues entré, como digo, a  rebajar de pelo mi cabeza y sentado en el sillón frente al espejo, veía la calle y  las albérchigas, caminillos y veredas de vides, que ornaban  sus pómulos.

No llevaba más de cinco minutos con la tarea cuando,  ante la falta de conversación, empezó a canturrear y silbar un famoso bolero que desde entonces recuerdo en algunas ocasiones  cuando paso por allí.

El referido bolero decía: “Antes, mucho antes de enamorarme te voy a contar mi vida…” No entonaba mal la melodía y la letra se la sabía desde la cruz a la firma. Alternaba ésta con silbos que llegaban a mí con aromas vinateros, escanciados seguramente en el Bodegón, el Gato Negro, o en el bar de Pedro Martín, aquel hombre elegante y educado que ponía resecos con salsa de tomate.

Con don Luis tuve más relación. En los dos años que estuve estudiando en el  colegio de don Isidoro él daba Educación Física y vigilaba algunas horas los estudios cuando faltaba el profesor correspondiente.

Esta vigilancia en las sesiones de tarde era más testimonial que efectiva. Llegaba con su abrigo largo de color gris marengo y se sentaba en el sillón de la tribuna. Después de unas frases de aliño y prevención disciplinaria al comienzo de la sesión entraba en el sopor digestivo de viandas y caldos que lo eclipsaba y trasladaba a los acogedores brazos del Morfeo sestero.

Si el ruido elevaba su intensidad, sin abrir los ojos, profería siempre la misma muletilla: “Verás, verás”.  Las primeras veces disminuía el jaleo, pero duraba poco tiempo. El segundo aviso no tardaba en llegar: “Verás, verás ese”. Con esa  admonición demostrativa quería personificar en alguien el aviso, que él no veía, pues continuaba con los párpados cerrados o abiertos leve y brevemente, pero suponía que alguno andaba fuera de sitio y compostura. Al final nos  pasaba como a los gorriones  con los espantapájaros, que se acostumbran a él y emiten sus trinos en lo alto del sombrero, o como quien oye llover con ese ajeno murmullo de libar de los  panales.

En la última parte de su vida invitaba a comer a su casa a los alumnos mayores  de sexto de bachiller con los que tenía más amistad. Me acuerdo ahora de Antonio Ortiz Barrientos, de Villafranca, que nos refería la esplendidez del anfitrión.

Le dieron  dos o tres congestiones, esas que ahora llaman ictus. A pesar de eso seguía acudiendo al colegio. Cuando llegaba o se iba algunos de los que  estaban próximos le ayudaban a ponerse o quitarse su abrigo largo gris marengo que colgaba en la percha del pasillo que daba al patio de recreo. No interrumpió, sin embargo,  su costumbre de chatear, en el sentido noble de compartir vasos de vino y charla con los amigos, hasta que su naturaleza  declinó definitivamente. Gente entrañable.

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