Al fresco.

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El día, que vino con alas de mariposa al alba, fue perdiendo frescura y cubrió sus horas centrales de ardiente  pesadez. Hasta el anochecido, cuando empiezan a surgir estrellas en la bóveda  violácea, no vuelven los aleteos suaves de la brisa. A esa hora en que el sol inflamado deja estelas rojizas en el lubricán del poniente sale la gente de las casas a sentarse al fresco.

Por afinidad y cercanía, las mujeres sobre todo, hacen corros y comentan incidencias. Nunca faltan temas y si el caso fuera, los que pasan, que siempre dan las buenas noches y añaden algunas coletillas según amistad y confianza, suplen la posible merma. Se les corta un traje y punto.

Siempre me gustaron  las charlas de los mayores. Me mezclo  entre ellos atento y callado. Cuando surgen asuntos no aptos para la ropa tendida observo las señales para avisar de mi presencia y  miro, como ajeno, hacia otro lado.  Pero a veces de tan inmóvil y cauto   no se percatan de que  estoy  allí.

Admiro  a quienes  tienen el don natural de  saber contar  historias con gracia e interés. Sin ser prolijos son  precisos en los detalles, ocurrentes y amenos. Yo me embeleso oyéndolos.  Del grupo, uno o dos son los que más participan, los demás asienten, ríen las ocurrencias  o  intervienen puntualmente para confirmar o negar algún detalle.

Pasa   Patrocinio con su burro   a primera hora de la noche  vendiendo  peras, brevas, manzanas, ciruelas, pepinos, tomates… recién cogidos en su huerta. Se deshace momentáneamente la reunión para abastecerse. Los pesa en una balanza de platillos colgantes,   bien despachados.  Trae los aromas  del campo en el serón y en los canastos de mimbre. 

Los hombres después de cenar se echan la manta al hombro y se van  a las eras para que los montones de grano no mengüen  durante las horas en que todos los gatos son pardos.

Tanto insisto a mis padres para que me dejen ir a dormir con un amigo a  la era de su familia  que al fin un día transigen  y me dan permiso.

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Contemplar el cielo estrellado en mitad del campo sin ninguna contaminación impresiona y la imaginación viaja más veloz que la luz  a esa inmensidad que nos envuelve.  Estrellas fugaces, constelaciones de figuras caprichosas, satélites artificiales… y en el centro, como franja honorífica del cielo, el camino de Santiago. ¡Qué insignificantes somos!

Años después cuando leo la frase de Kant comprendo  la fascinación que pudo sentir el filósofo alemán ante ese espectáculo: “Dos cosas llenan mi ánimo de admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.

Después de pasar el ecuador de la madrugada comienza  a hacer fresco, llega el relente y se queda. Hay  que abrigarse.

 Cuando clarea siento como si el soplo de la aurora me desarropara y quedara desnudo de estrellas. Quedan ya pocas en el cielo. El lucero del alba, como perro guardián del rebaño, las ha encerrado en el  aprisco azul de la mañana.

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