Al aire, libres.

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Un trozo pequeño de tela nos servía para pasar parte de la  noche jugando en un rincón de la calle bajo la débil luz de una bombilla. El juego se llamaba “el trapo esconder”. Uno lo escondía y los demás tenían que encontrarlo siguiendo las indicaciones de frío y caliente que daba el ocultador. Este ideaba los lugares más insospechados para hacerlo, como la rendija de una vieja  ventana. 
Otras veces nos ocultábamos nosotros mientras quien tenía que hallarnos contaba hasta diez.  Cuando nos localizaba entre las sombras de la noche decía en voz alta el nombre  para que saliéramos del  escondite. Si alguno llegaba al puesto de mando antes que el buscador, que andaba a sus pesquisas, libraba a todos los descubiertos. “Una, dos y tres, por todos mis compañeros y por mí el primero”.
Se nos hacía más corto el camino para ir a los recados  si lo recorríamos con el aro. Lo conducíamos con la guía, que era una varilla terminada en forma de y griega doblada. Valorábamos la perfección del acabado de los aros por  el poco grosor de la soldadura y por la regularidad de su curvatura. Esta la comprobábamos levantándolo en el aire y calibrándola  con un ojo cerrado. Si no era la idónea lo metíamos entre las piernas y la enmendábamos.   Con él transitábamos por las calles del pueblo y los ejidos y  competíamos en  carreras y habilidades. Lanzarlo  para que  volviera a nosotros  con  efecto de retroceso era una de ellas.
Construíamos molinillos de viento, que  llamamos “revolanderas”. Cogidos  en la mano o en el manillar de la bicicleta nos lanzábamos a correr para que giraran.
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A veces usábamos solo nuestro cuerpo para jugar. Simulábamos ser aviones extendiendo   los brazos. Efectuábamos las más arriesgadas acrobacias doblando esquinas los días de fuerte viento. ¡Qué sensación de libertad correr contra él!
Los días de lluvia caminábamos con  zancos construidos con dos latas vacías de tomate invertidas.  Nos metíamos en los charcos y cruzábamos regajos sin mojarnos. También disfrutábamos con un paraguas debajo de los canalones para sentir el estrépito del agua sobre nuestras cabezas. Dicen los que explican estas conductas que son reminiscencias del claustro materno.
En otoño, cuando  la  lluvia ablandaba la tierra y salían hormigas de ala,  jugábamos al clavo. Un  circuito que debíamos superar con habilidad y puntería, pinchando dentro de las zonas establecidas.
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“Que una, que dos, que tres y me la caté”. La billarda había ido demasiado lejos y sería difícil meterla en el redondel de un solo lanzamiento. “Anda, tira otra vez”. El que tenía la raqueta defendía la zona alejándola lo más posible. La  hacía saltar dándole en un pico con la raqueta y cuando estaba por los aires le arreaba   un raquetazo. Si el que debía ir a por ella la cogía sin que cayera al suelo se volvían las tornas y cambiaban las funciones.   Frecuentemente el juego terminaba  con la billarda en un tejado o rompiendo  el cristal de alguna ventana.
No, no nos hacían falta muchos medios para pasarlo bien. Solo imaginación y tiempo, ese que, siendo físicamente el mismo, “nosotros, los de  entonces”, percibíamos más lento,  limitado solo por los cantos de los gallos al amanecer y los ladrillos de los perros al anochecido.

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